–¿Pero de veras no fuiste el año pasado a ningún baile de máscaras?
¡Qué sosa! Yo, desde antes de casarme, tenía decidido ir, después de casada, al
primer baile que hubiera; en el Real, por supuesto. ¡Si es la calaverada de
reglamento para las recién casadas!
–Por la idea que yo tengo de los bailes, no me parece que es lo más
apropósito para matrimonios…
–Sí, ya lo sé; la diversión no es cosa: es la curiosidad. ¡Me han hecho
llorar tanto los dichosos bailes!... Porque ya era sabido, todos los años al llegar
el baile de escritores, regañina con Pepe… Él protestaba siempre que no iría;
la noche del baile se estaba en casa hasta más tarde que de costumbre, aparentaba
estar muerto de sueño y venía con el traje más viejo que tuviera, y hasta con
la camisa sucia… Todo para convencerme del esfuerzo extraordinario que le costaría
vestirse a las tantas, de pies a cabeza… Era humor, la verdad… ¿Quién no se
convencía? Pues con todo, a la mañana siguiente ya sabía yo que el caballero había
estado en el baile, muy divertido, con una porción de amigotes y de amigotas. Ahí tienes por qué tengo
capricho de ir a un baile, para ver lo que pasa allí, qué atractivos tiene para
los hombres…
–Esa curiosidad, comprendo que la tuvieras de soltera; pero ahora, ya
puedes comprender los atractivos…
–Menos que antes. No creo que un capuchón y una careta basten a cambiar
el carácter ni la condición de una mujer… Para las que vayan al baile dispuestas
a ser conquistadas, todo el año es Carnaval. ¿No crees?
–Ellas son las mismas. Ellos son los que cambian… Me he convencido de
que los hombres son mucho más tímidos que nosotras… Se creen conquistadores y
son los conquistados. Con la careta de ellas, no son ellas las que se atreven
más, son ellos. Con franqueza, vanidad aparte, ¿se te ha declarado algún hombre
sin que antes te hayas tú clareado?
–Muchos… ni clareándome, vanidad aparte.
–Ahí tienes el encanto de un baile de máscaras para los hombres. Esa
noche se atreven… a todo. ¡Pobrecillos! ¡Si yo no sé cómo hay mujeres celosas!
Con decirte que Trinidad Acebedo está locamente enamorada de mi marido y él no
había notado nada; he sido yo quien ha tenido que advertirle y no lo quiere
creer.
–¡No te fíes! Sobre todo así es tu marido. Luis siempre fue muy formal…
–El ángel de los Luíses,
garantizadas las alas por veinte años y por el padre Reinosa.
–¡Ay, Emilia! ¡Qué síntomas advierto en ti! Luna de miel en cuarto
menguante… Me parece que de mejor gana ibas al baile sola que con tu marido.
Pero no descompongas mi plan. Pepe está convencido, es preciso embromar a Luis
para que también nos acompañe. Dos a dos, no hay remedio; todo el bromazo que
podemos permitirnos es cambiar de pareja para desorientar un poco a los amigos.
Porque yo voy decidida a dar bromas…
–Qué capricho! ¿Y cómo nos vestimos?
–Muy de serio, no vayan a tomarnos por cualquier cosa.
–No, hija; si en cuanto nos vean muy encapuchadas de negro, cogiditas
del brazo de nuestros maridos, sin atrevernos a levantar la voz, muy
acobardadas, nos tomarán por lo que somos, por dos pobrecillas cursis, recién
casaditas, que han ido a curiosear… De seguro que los amigos nos conocen y nos
dicen: «A los pies de ustedes…» ¡Nos vamos a divertir!
–¡No me desanimes! Es una vez en la vida…
–No, si iremos, iremos… si yo también tengo curiosidad.
***
Y como había previsto Emilia, disfrazadas con largos capuchones negros,
de una seriedad casi penitente; Emilia del brazo de Pepe, y su amiga Enriqueta
del brazo de Luís, temerosas de llamar la atención, comunicándose las
impresiones en voz baja; paseaban la noche del baile por el salón del teatro
Real.
Los grupos bulliciosos, en que sobresalían chillones voces de
mascaritas entre voces y risotadas hombrunas, y como entre los fraques negros,
los colorines de algún mantón de Manila, se apartaban respetuosamente para
dejar paso a las dos severas parejas.
–Serán dos señoras de la aristocracia – decían algunos; se citaban
nombres. De un grupo saludaron a los caballeros:
–Adiós, Luís; adiós Pepe. Vienen con sus mujeres – cuchicheaban luego.
¡Qué bromazo! Un pierrotte
con un antifaz tan escaso que más parecía una venda con ojos, y un escote tan
mal encubridor como el antifaz, se encaró con chulería:
–¡Jesús qué pena! ¡Ahí va la funeraria!
–¡La funeraria! ¡la funeraria! – repitieron otras voces con grandes
carcajadas.
Emilia y Enriqueta se aferraban al brazo de los maridos con temblor
nervioso. Otra máscara comenzó a embromar a Pepe:
–¿Con tu mujercita? Así me gusta. ¡Cómo te acordarás de otros tiempos!...
¡Pobrecilla!¡Si supiera que tunante estás hecho! ¡Ya le diría yo más de cuatro
cosas!...
Enriqueta se había parado delante de la máscara, y escuchaba ansiosa;
su marido tiraba del brazo de Emilia, se abría paso a empellones para huir de
la embromadora. No le valió, porque a los pocos pasos le rodeaba un tropel de mujeres,
una comparsa entera de estudiantas con
mayor gritería y menos idea de las conveniencias. Decidieron volver al palco y
retirarse pronto del baile; los cuatro estaban abatidos, pesarosos, esquivando
comunicarse impresiones; solo cambiaban frases indiferentes, como personas
entre sí desconocidas:
–¡Qué hermoso está el salón! Hay pocas máscaras bien vestidas… ¿No
tienen ustedes mucho calor?
Y así por el estilo.
Las fiestas bulliciosas que predisponen a intimar con quien no se
conoce, rompen como por encanto la intimidad de los afectos cariñosos. Cuando
el corazón desea adquirir, avanza abierto y franco; cuando ya consiguió y solo
desea conservar, ser recoge silencioso, tímido. ¿Qué expansión puede hallar en
un baile un afecto conyugal? Los dos matrimonios se aburrían visiblemente. Más
que aburridas, las mujeres estaban tristes. Enriqueta recordaba la historia de sus
amores con su marido. Pepe tenía fama de mujeriego; unas por él mismo, otras
por chismorreos de amigos, sabía ella de mil historias y trapisondas con
mujeres casadas, con mozas alegres. Nunca había pensado en ellas con tristeza,
en su vanidad de esposa triunfadora; pero aquella noche cada pareja, cada
mujer, evocaba un recuerdo; sentía celos retrospectivos de toda aquella vida de
su marido que no había sido suya, unos celos intensos, desesperados, de esos
que impulsan a cometer una falta por igualar la partida, o por lo menos a inventarla,
calumniándose.
Emilia, en tanto, considera las circunstancias que la habían unido a
Luís. El corazón nunca le dijo nada a favor suyo; en cambio, cuantos la rodaban
influían con ella para presentarle como soñado esposo. ¡A todos les parecía tan
bien! De no quererle, hubiera pasado por loca o extravagante, y le aceptó, como
se acepto una moda. A ningún otro hombre había querido; pero comprendía que a cualquier
otro hubiera podido quererle más. Allí mismo, en el baile, ¡cuántos hombres apuestos,
elegantes, cuántos a quienes ella no conocería en su vida! ¡Y pudiendo haber
amado a uno entre mil, era esposa de uno, elegido sin comparación!
De común acuerdo decidieron retirarse a casa. Podían despedirse de los
bailes.
Ya en su casita cada matrimonio, Enriqueta rompí a llorar como una chiquilla;
el marido se quedó espantado creyendo que se había vuelto loca…
–¿Pero qué es esto? ¿Qué te pasa?
Y ella, abrazándole apasionada, lloró sus quejas, sus celos desesperados;
preguntó implacable:
–¿Quién fue la primera? ¿A quién quisiste más? ¿Cómo la conociste? ¿Por
qué la dejaste?...
Y Pepe, atolondrado, conmovido, tuvo que contestar a las preguntas, una
por una; y más expresivo que nunca en su cariño, tranquilizarla punto por punto…
–¡A ti más que a todas! ¡Más que a todas juntas!
Y Enriqueta, rendida a la evidencia, sonreía resplandeciente, porque,
en efecto, su marido tenía una respuesta tranquilizadora para cada nombre de
mujer preguntado.
Luís, bien ajeno a los pensamiento de su mujer, pudo acostarse tranquilo;
y aunque ella le pareció más cariñosa que nunca, ni él lo extrañó ni se le ocurrió
preguntar nada, porque los hombres vanidosos creen que todo se lo merecen; pero
en rigor también pudo preguntar algo.
JACINTO BENAVENTE
La Correspondencia de España, 23
febrero 1898.