Así fueron pasando las horas y llegaron las primeras de la madrugada,
sin que una ráfaga de aire puro viniese a refrescar la tierra, a sacudir las
hojas inmóviles de los árboles, a introducirse en el fondo oscuro de las casas
dormidas, que abrían de par en par, para recoger el oxígeno de la atmósfera,
sus anchas bocas de madera y vidrio. Era aquel un amodorramiento sombrío, una quietud
de asfixia, el sueño profundo de una ciudad aletargada por el calor y rendida
por el cansancio.
Yo, tan falto de sueño, como codicioso de frescura, recorría las calles
de aquel barrio desierto. Iba de paseo conmigo mismo, disfrutando de esa
soledad acompañada, de esa conversación muda de uno con uno mismo, conversación
llena de tristezas y de alegrías, porque conversa uno con sus recuerdos y con
sus esperanzas. Así iba yo, abstraído en mí propio, haciendo una excursión por
los interiores de mi alma y perdiéndome en ella hasta el punto de olvidar
cuanto fuera de ella existía. Y así hubiera continuado mucho tiempo, si una voz
de mujer, fresca, vibrante, bien timbrada, no hubiese metido por mis oídos esta
copla que llegó a mi espíritu y le hizo avanzar hacia fuera como hace avanzar
al soldado hasta la puerta de su tienda el toque agudo del clarín:
Dame un beso con tus labios,
con tus labios de corales,
y ríete de las penas,
y deja que vengan males.
La última frase de la copla se perdió en el aire, y yo anduve algunos pasos, desoso de conocer a quien la cantaba.
Allá, en el fondo de la calle, descubríase una reja, por entre cuyos
barrotes negros salían los reflejos amarillentos de una luz.
De aquella reja había brotado la copla, de ella brotaban entonces los
acordes melancólicos de una guitarra. Seguí avanzando; llegué frente a la reja,
y cuando mis ojos penetraron por ella retrocedí con asombro…
Nada más inesperado, más triste que el marco donde se desarrollaba
aquella melodía hecha para sonar a la puerta del cortijo andaluz, bajo el toldo
verde de la parra, entre el canto de los ruiseñores, el perfume de los jazmines
y la alegría majestuosa de un cielo cubierto de estrellas.
Era la que yo tenía delante de mí, una habitación ancha, destartalada, irregular;
la luz de un quinqué que ardía sobre una escalerilla portátil de cinco
peldaños, no bastaba a iluminarla por completo; fuera parte del espacio más
próximo al quinqué, era difícil distinguir con perfecta claridad los objetos.
Ni sillas, ni mesas, ni adornos de ninguna especie existían allí; un
banco de aserrar en el centro; algunas escaleras portátiles esparcidas aquí y
allá; una puertecilla a la derecha, y a lo largo de las paredes dos inmensas
estanterías de madera que se alargaban hasta el fondo oscuro de la sala. Sobre
aquellos estantes, simétricamente alineados, en correcta formación como si asistiesen
a una gran parada, se veían unos como cajones entrelargos, blancos éstos,
negros aquellos; con adornos de oro los unos, con galones de plata los otros;
algunos relucían despidiendo reflejos metálicos… Eran ataúdes. Mis ojos miraban
la recámara de un establecimiento de pompas fúnebres, de una expendeduría de vehículos
para el otro mundo.
Y en aquella habitación, en aquella antesala de la muerte, iluminados
por los reflejos amarillos del quinqué, sentados uno cerca del otro, estaban
una mujer y un hombre; el hombre en mangas de camisa, entreabierta la pechera
para descubrir el pecho musculoso; una pierna encima de la otra, la guitarra descansando
entre las piernas, y las manos arrancando a las cuerdas de la guitarra notas
dulces, acordes llenos de ternura y de pasión; la mujer con el cuerpo echado
hacia atrás, los negros ojos clavados en el techo, la garganta escorzada, las
manos caídas a lo largo del cuerpo, y la azulada cabellera desgreñándose sobre
los hombros; él la miraba con mirada de amor, y ella entreabría la boca, como
si aún retuviera en ella la última estrofa de la copla cantada, como si
estuviera acariciando con sus labios la primera palabra de la copla que estaba
dispuesta a cantar.
Debían ser marido y mujer, y formaban un grupo encantador: jóvenes,
sanos, alegres, contemplándose el uno en los ojos del otro, velando sus amores
a la luz del quinqué, disfrutando de su juventud y de su cariño en aquella
noche calurosa de julio.
Yo continuaba mirándoles, sin darme cuenta exacta de la impresión que
tan extraño cuadro producía en mí, cuando sonaron en la calle pasos precipitados;
un hombre la cruzó, llegó a la puerta de la tienda, llamó con golpes presurosos
y esperó un momento paseándoles con impaciencia de un extremo a otro del edificio.
–Llaman–dijo la mujer.
–Sí; algún parroquiano – respondió el hombre.
Y dejando la guitarra en el suelo, empujó la puertecilla que comunicaba
con la tienda, y salió a abrir, volviendo a los pocos instantes.
–Es ahí al lado – dijo, – en el 23. Vuelvo enseguida.
–No tardes, – respondió ella.
El hombre se puso una americana, salió a la calle y pasó delante de mí
silbando entre dientes.
Yo permanecí delante de la reja contemplando a aquella muchacha, que
seguía en la misma postura, con los ojos fijos en el techo, la boca
entreabierta, la garganta escorzada, las manos unidas y el busto saliente,
busto sensual y enérgico, que se alzaba y deprimía a impulsos de la respiración
de la joven, agitando el lienzo de su chambra color de rosa.
El hombre volvió al poco rato. Sonreía con aire satisfecho, como quien
no ha perdido el tiempo.
–Buen negocio, – dijo mientras golpeaba cariñosamente las mejillas de
su mujer.– Entierro de primera clase;
ataúd de zinc; seis caballos, lacayos empolvados… De estos caen pocos.
Ella le miró sin contestar, mientras él añadía:
–Y ahora, a acostarnos, que ya es tarde. Despertemos a los mozos y
ellos lo irán preparando todo. No podemos quejarnos. Si siguen así nuestros
asuntos, vamos a ser ricos.
–¿Y quién es el muerto? – preguntó ella.
–Una vieja que pesa lo menos ocho arrobas. ¡Puff! ¡Qué mal olía!...
Y rodeando con sus brazos la cintura de su mujer, la atrajo hacia sí y estampó
en la carne fresca y sonrosada de sus mejillas un beso largo, vibrante, sonoro.
Y era hermoso el espectáculo que ofrecían los dos jóvenes, fuertes,
amantes, esperanzados en el porvenir, abrazándose ante un senado de ataúdes,
arrojando su dicha como un reto sobre aquellos artefactos fúnebres, sobre el
recuerdo de aquel cadáver que olía tan mal.
Ellos representaban, ignorándolo acaso, en las tinieblas de la noche,
en aquel sitio y en aquel instante, un idilio sublime, algo grande, consolador,
eterno.
La vida y el amor triunfando de la tristeza y de la muerte.
JOAQUÍN DICENTA
Vida Galante, nº 5. Barcelona 4 de diciembre
de 1898.