viernes, 6 de febrero de 2015

EL PASTORCITO (Manuel Tercero)

I

Allá, en aquella hondonada, rodeada de altos y copudos árboles, se divisan las blancas casas del pueblo en que pasé mis primeros años; levantando más la vista nos encontramos con el primer convento que los Padres Benitos fundaron en España: La Mongia; desde sus altas torres se divisan infinidad de pintorescos y pequeños pueblos; multitud de caminos y hermosas huertas y campiñas, por entre las que serpentea el río Galinayo, tranquilo e inofensivo en ciertas épocas del año, pero turbulento e imponente en otras, a causa de su crecida por el derretimiento de las nieves que coronan las crestas de sus vecinas montañas.
Este antiguo convento sirve de morada a infinidad de aves que anidan en sus torres y galerías; los lagartos y salamandras huyen al menor ruido a esconderse en las grietas de algunas baldosas del que fue patio en otro tiempo, hoy convertido en inmundo jardín, en el que toman gran desarrollo las malas yerbas, y en el que la amapola es la reina de las flores.
¡Qué ratos más alegres y felices pasé yo en este solitario convento! Rodeado de intrépidos y decididos camaradas, penetraba en aquella tranquila mansión, destruyendo cuanto a nuestro paso se presentaba; la colonia de pájaros que allí vivía, aterrorizada al oír la algazara y ruído que hacíamos, huía abandonando las crías, que luego aprovechábamos para solaz y entretenimiento.
Otras veces, trepando más que subiendo, por la escalera rota y desvencijada que da acceso al campanario, bandeábamos con furia la mohosa campana que había conseguido resistir la acción del tiempo, y cuyo sonido cascado y lastimero repercutía grandemente en las peñas y escabrosidades del cercano monte.

II
Solíamos ver desde las ventanas del campanario varios rebaños de ovejas y cabras que pastaban tranquilamente a la entrada del bosque; llamábame extraordinariamente la atención como el pastor de uno de ellos, en vez de marchar al pueblo y encerrar el ganado, como hacían todos sus compañeros así que el sol se ocultaba, internábase en el monte, donde, a no dudarlo, pasaba la noche.
Prestando oído y estando muy silenciosos, percibíamos el ruido lejano de las equilillas y el continuo silbar de pastor que guiaba aquel rebaño; a las veces se oía ladrar al fiel e inseparable compañero de este, un perrazo negro, de grandes y agudos colmillos y que llevaba como arma defensiva, sin duda contra los lobos y alimañas, un collar de descomunales y punzantes clavos.
Producíanos esto gran miedo y con paso rápido y sin osar decir una palabra, regresábamos al pueblo, en el que nos esperaban nuestras madres, siempre temerosas de que nos hubiese ocurrido algo desagradable.

III
Era yo demasiado curioso para dejar de averiguar a donde iba aquel pastor que, sin otra compañía que su perro y su rebaño, se internaba en lo más espeso del bosque, al toque de oración; y así fue que un día, después de haberlo pensado mucho, después de haber luchado entre el miedo y la curiosidad, salió victoriosa esta, y aguijoneado por el acicate de la impaciencia, abandoné mi cama y marché completamente solo hacia la entrada del monte, desde donde esperaba ver al pastor, objeto entonces para mí, de inquietudes y desvelos.
Llegué con muchos ánimos a la Mongia, donde me detuve a escuchar: oía clara y distintamente los balidos de las ovejas y los ladridos del vigilante perro: ¡no cabía duda, estaban cerca! En efecto, pocos momentos después pasaban por mi lado, bien ajeno al pobre pastor de la expiación de que era objeto.
Muy sorprendido quedé al notar que el que a tales horas y por tales sitios andaba, no era sino un niño de mi edad, el que por ganarse un miserable pedazo de pan exponía su existencia constantemente  ya saltando por las rocas, ya defendiendo sus corderos contra las fieras.
Cuando hubieron pasado, salí de mi escondrijo y anhelante, conteniendo la respiración por temor de ser oído, con paso quedo y con un miedo terrible, atravesé aquel monte, guiado solamente por el ruido del rebaño.
Era ya muy entrada la noche cuando el pastorcito, después de encerrar en un aprisco el perro y el ganado, abandonaba la arboleda y tomaba con paso rápido un atajo que conducía al pueblo.
Han pasado muchos años desde que esto sucedió y todavía no se ha borrado de mi memoria el recuerdo de aquella noche. Corría el pastorcito y seguíale yo, procurando que mis pasos se apagaran marchando sobre la yerba de los prados que al dejar el monte había; de repente me detuve asombrado; el pastorcito tomaba un sendero que iba directamente al cementerio del pueblo; cuando llegó a él, pareció detenerse a inspeccionar los alrededores, sin duda para convencerse de que no era observado, y a seguida trepó por las tapias y desapareció.
Entonces tuve un miedo atroz; dudé y a punto estuve de volverme al pueblo y dejar mi deseo de satisfacer; pero esta vez también pudo más la picara curiosidad, y con gran cuidado, sin hacer el más leve ruido, me fui acercando al camposanto.
¿Qué hacía en tal sitio aquel pobre niño?
¿Por qué prefería la noche para ir a un lugar siempre tan medroso? ¿Quién le aguardaba allí?
Ya no puede resistir  más la impaciencia. Me encaramé con ligereza por la tapia, y a la luz de la luna pude ver al niño que, de rodillas, delante de una tosca cruz de madera, lloraba, llamaba entre suspiros a la mujer que le diera el ser. ¡A su madre! Así pasaba la noche el pastorcito.

MANUEL TERCERO
(Diario de Pontevedra, 3 de diciembre de 1897)