Mil gracias, condesa – pronunció
en tono respetuoso y visiblemente conmovido el embajador. – No sabe usted qué
reconocido quedo a sus bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio,
da las gracias a nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en
relación con la señorita de Urribarri, a quién tanto deseabas tratar.
Correcto, sonriente, Leoncio,
entre una reverencia y un murmurio de veneración, tomó la mano de la condesa de
Morla, cuya piel, ya arrugada, se traslucía por un mitón de rico encaje blanco,
y la besó con ahínco y gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las
mejillas marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentinamente,
se puso a charlar vivamente.
–Yo sí que me alegro de haber
hecho esta presentación, y no sé por qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita
Urribarri reúne tantas cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las
envidiosas, es muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable…
El joven hizo un ademán, como el
que desvía una importuna mosca, y recogió solo la primera parte de la
conversación.
–Es una mujer encantadora.
Sentado a su lado, por bondades de usted, en la mesa, he podido apreciar que
tiene talento, ilustración. Salgo… ¿a qué negarlo? un poco impresionado,
condesa.
–Pues no nos haga usted el cumplido:
váyase corriendo al Real, donde volverá usted a encontrarla. Hoy cantan «Walkyria», ópera muy larga;
todavía tiene usted tiempo… Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta…
–Si usted no pensaba retirarse,
me quedaré un instante, condesa – murmuró el diplomático.
–No suelo acostarme antes de la
una… Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.
Leoncio se despidió con igual rendimiento,
y apenas su elegante silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda
brochada, el embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:
–Clotilde, ¡si viese usted que
gozo me da el volver a verla! ¡Después de tantos años, de tano viajar, de tantas
cosas como han sucedido! ¿No se alegra usted, ingrata?
–Sí que me alegro… Para mí siempre
será usted aquel Bruno, aquel amigo incomparable…
–Perdone usted…; algo más que
amigo, algo más que amigo…
–¡Bien sabe usted que… nada más!
Él frunció el ceño, y sentándose
frente a la dama, al otro lado de la alegre chimenea de leña que empezaba a
decaer, suspiró como si todo lo recordado, lo difumado por el tiempo, hubiese
sucedido la víspera. En efecto, siempre le había mortificado un poco, en su
vanidad de hombre habituado a triunfos, la memoria de su fracaso con Clotilde
Ayala, probablemente la mujer que más le había interesado en el mundo… Y lo
cierto es que no se lo explicaba. Era indudable que Clotilde estaba con él
frecuentemente muy tierna; otras, es cierto, arisca y hasta enojada, burlona y desdeñosa…
como que la mitad de las veces no sabía él qué actitud adoptar, desconcertado
por lo que juzgaba tramitación de coqueta o defensa de una virtud que no quiere
sucumbir. Y en esta lucha, en este afán, habían transcurrido dos años, dos años
mortales de zozobras, esperanzas, locos arrobamientos, imprudencias cometidas a
la faz del mundo… hasta que descorazonada se precipitó a salir de España,
tomando la ausencia como remedio supremo… y heroico… Desde entonces habianle
ocurrido mil lances; pero el amor propio dolorido y la curiosidad insatisfecha punzaban
todavía… ¿Por qué, por qué no había sucedido lo que debía, lo que no tenía más
remedio que suceder?
–¿Quiere usted decírmelo,
Clotilde? Será una tontería, ¡pero si supiese usted que no me he podido
resignar a ignorarlo! ¿Por qué no fuimos otra cosa que amigos?
–Un poco tarde es, Bruno, para
pensar en semejantes tonterías; los dos podríamos ser abuelos, y Leoncio parece
que se propone que usted lo sea a corto plazo, si se arregla lo de Sarita, que
haré lo posible a fin de que se arregle… ¡Ea!, ya que usted me lo pide con
tanto empeño, lo mismo que no nos queda el consuelo de suponer que corremos
ningún peligro… le diré lo que una mujer en mi caso dice raras veces: la verdad
entera, sin disimulos ni veladuras. Hace provecho desahogar el corazón, y se
diría que al abrirlo dejamos escapar la pena y el dolor de lo fallido de todas
las esperanzas y los deseos que pasaron. Atice usted un poco esa chimenea; nos
estamos quedando fríos.. y no quiero llamar al criado ahora.
El diplomático obedeció agitado y
torpe.
–Sepa usted, ante todo, que yo estaba
tan interesada, cuando menos, por usted, como usted por mí…
–¡Ah! ¡Lo juraría!– exclamó él.
–Lo estaba locamente… Tuve una
señal para saberlo de fijo – prosiguió Clotilde. – Una señal que a mí misma me
aterró por lo clara y evidente: era algo que impresionaba. Usted recordará que
venía mucha gente a casa y que generalmente los hombres me besaban la mano.
Jamás sentí, cuando realizaban esta fórmula de cortesía, otra cosa que lo que
puede sentir una imagen de palo al besarla los devotos. Y cuanto usted me la
besó, a través del guante noté la impresión de una quemadura y temblé toda por
dentro. Ahora, al besármela su hijo de usted, como se le parece tanto, me
acordé de lo pasado, y le advierto que me emocioné.
–¡Qué ceguera la mía! ¡Todo eso
debí observarlo! ¡Necio de mí! – exclamaba el grave diplomático, olvidándose de
que nuestros lamentos no hacen volver atrás al tiempo y que el río no lleva dos
veces seguidas la misma agua. – De modo que usted hubiese… usted querría… ¡No
sé cómo decir!...
–No, Bruno; le advierto a usted
que yo estaba resuelta a no caer… Mejor dicho… yo lo estaba siempre… excepto un
día, día memorable.
–¿Qué día? ¿Pero ese día existió?
–¡Ya lo creo que existió! Si no
puedo comprender que usted no acertase lo que pasaba en mí. Fue el día de una
fiesta en casa de Altacruz. ¿Se acuerda usted que representamos aquel bonito
proverbio francés? Si me pregunta usted por qué ese día, no se lo sabré decir;
pero lo cierto es que, como por una operación interior misteriosa, habían
desparecido mis virtudes, mis resistencias, y estaba tan entregada, tan
rendida, que no hubiese usted necesitado esfuerzo alguno… En toda alma
enamorada de mujer hay una hora así. En esa hora ella misma quita los
obstáculos, lo dispone todo, lo allana todo, lo precipita todo… Parece que
dentro de ella hay alguien, otra persona, que la hace marchar como si fuese un autómata
y la diesen cuerda con un resorte. Yo hice así. Como iba usted a retirarse, le
dije: «Tengo ahí mi
coche. ¿Quiere usted que le acerque a su caso o le deje en el camino?»
–¡Ciego, ciego!– repitió Bruno desesperándote.
–¡Sí, es cierto que me lo dijo usted! Pero yo no vi en ello la ocasión; ¡al
contrario!, lo que vi fue un alarde de usted, que me declaraba insignificante,
desdeñable, sin peligro alguno… y en vez de aceptar, quise darla a usted celos…
¡necio! ¡ciego! ¡y fui a acompañar por la escalera, a dar el brazo a no sé qué muchacha!
–Y yo sollocé de rabia dentro del
coche. Y juré, juré que ¡nunca! y cumplí mi juramento…
El grave diplomático se echó las
manos a la cabeza para arrancase el pelo… Pero ¡tenía ya tan pocos! Así lo hizo
notar, burlándose de sí mismo…
–¡Ser un viejo calvo! ¡Ser un
viejo! ¡Clotilde!
–Más calva era la ocasión –
respondió dulcemente ella señalando hacia el biombo, detrás del cual avanzaban,
muy peripuestas, dos señoras.
EMILIA
PARDO BAZÁN
(Aires da miña terra.
Buenos Aires, 31 de enero de 1909)