sábado, 27 de mayo de 2023

¡Herodes! (S. MARTIN LOZANO)

         –Esto no se puede sufrir. ¡Esto es un tormento! Aquí no se puede escribir, ni comer, ni dormir, ni nada. Siempre esas campanas, de día, de noche, a todas horas… ¡Ah! – y les enseñaba el puño– ¡Si yo pudiera!.. No en balde os bendicen, para que el diablo no cargue con vosotras… ¡Digo! Y bajo este balcón, esa turba de chiquillos, desde que sale el sol hasta que se pone, siempre jugando, gritando, escandalizando, aullando… ¿Dónde estás, Herodes, que se te escaparon estos de la degollina?

Así exclamaba Pepe Núñez, soltero, rico, buen mozo, de nada escaso talento. Frente a su casa había un convento de monjas, y al lado una parroquia, cuyas campanas de ambas iglesias, es decir, de ambos campanarios, tocaban cuando era menester; pero que a Pepe, que las aborrecía de muerte, le parecía que tocaban siempre sólo por incomodarle. ¡Nada! Que le atacaban los nervios; no lo podía remediar.

–Pero, señor, –decía, lamentándose – ¿para qué tocan tanto? Sobre todo en ese convento ¿qué nos importa que las monjas vayan al coro o a dormir? Si no ha de ir nadie, ¿para qué tocan? Y siempre unas y otras dindán, dindán, dinguilindán, dinguilindán, dindán… y sin parar, sin parar…

¿Pues y esos demonios de chicos?... ¡Voy a bajar y a patearlos!... ¡Ah, Herodes!

Y Pepe Núñez apretaba los dientes.

Visitaba nuestro campanófobo a cierta señora que tenía una hija única, muy guapa y muy bien educada, dotada de todas las condiciones que pueden adornar a una mujer. Con gusto la miraba y admiraba Pepe. También a ella le parecía este un no despreciable partido.

–Pero, hombre de Dios, le decía una noche. ¿Es posible que odie usted tanto las campanas y los niños? No le regocija ese alegre clamoreo con que convocan a los fieles desde lo alto del campanario?

–Sí, sí, –contestaba Pepe; – no me disgusta que toquen, pero cuando tocan poco; eso de siempre, a todas horas, dos, tres, ocho, veinte campanas; el convento por un lado, la parroquia por otro… vamos, que me voy a mudar de casa…

–Y además, –le interrumpió la niña – siempre hablando mal de los pequeños, criaturas de Dios, que con sus infantiles juegos, siempre alegres, bullidores, traviesos….

–…Hechuras del diablo, siempre incomodando, quebrándome la cabeza… –¡Oh, por no tenerlos no me he casado. No me hable V. de los chiquillos… Solo con pensar que había de tener un chiquillo en casa, enredando, gritando, llorando… no, no quiero chicos. No ha habido en el mundo más que un hombre grande: Herodes y nadie más que Herodes.

Había de haber uno en cada esquina, al menos en mi calle.

–¿Con que no se casa V. por no tener niños?...

–Yo diré a V; no me caso entre otras cosas, por el engorro de…

–Vamos; que si V. se viese con un pequeño, y le tocase la cara  le dijese, haciéndole mimos: «Papá, quiero tocar las campanas.»

–Calle V., diablejo –contestó Pepe riéndose; – calle V., no sea que la oigan los campaneros.

Y pasaron algunos meses y cayó Pepe en las redes –redes de seda y oro– de aquella preciosa criatura; y se casaron por lo eclesiástico y por lo civil; y hasta por lo militar se hubiera casado Pepe, si a ella se le hubiese puesto en la cabeza. Y pasaron nueve meses y les nació un hermoso y robusto niño que volvió loco de contento y de satisfacción al admirador constante del degollador de los inocentes.

Y el niño creció en edad y hermosura, y era el embelesamiento de su padre, que era un padrazo, quien en todo daba gusto al pequeño, y aun cuando jugase , gritase y enredase, al padre se le caía la baba de gusto, a pesar de la intima amistad de Herodes.

Y vino la feria; y el papá compró al niño cuanto este quiso; sables, escopetas, caballos, cochecitos, media feria. Pero el niño vio un campanario de cartón con un sacristán de idem, pero con campanas de verdad, que tocaban –¡vaya si tocaban!—y «yo quiero ese campanario» –dijo el pequeño; –y el padre, enemigo acérrimo de las campanas, compró el campanario.

Pero, dijo el niño al otro día:

–Quiero otro campanario más grande, con más campanas, más grande…

Y el buen padre mandó hacer un campanario de madera, con cinco campanas en cada frente, que son veinte campanas, y caían de cada cinco campanas sendos hilos, que se unían en uno, y esos cuatro se reunían en la mano del sacristán.

Y sonaban las campanas, que era un gusto; y lo tenía, el primero el padre, aquel señor que antes no podía oír una sola campana.

Una tarde se empeñó el pequeño en que entrasen en el patio de la casa todos los chicos que estaban jugando bajo el balcón, y sobre cuyas cabezas se cernía antes la cuchilla de Herodes, según los deseos de Pepe. Y el padre dio gusto a su hijo en esto, como en todo.

–Mira, papá, – dijo el pequeño; –toma tú estos cuatro cordeles del campanario, y tira fuerte, toca bien fuerte, mientras jugamos y cantamos.

Y he aquí a Pepe Núñez, el que daba a todos los diablos todas las campanas, campanillas, campaneros y campanarios, cogiendo con ambas manos los cuatro cordeles, y tirando con todas sus fuerzas; y sonaban estrepitosamente las veinte campanas, mientas los chicos cantaban, jugaban, saltaban, mareaban y movían un estrépito capaz de volver loco a un santo; y las campanas dindán, dindán, dinguilindán, dinguilindán, dindán, capaces de ensordecer a un cabo de Artillería; y el buen Pepe, y mejor padre, tira que tira, y riéndose como un tonto…

Y de pronto nota que le tocan en el hombro por detrás,  y oye la voz de su mujer, que le dice muy seria:

–Señor Herodes, traiga V. el cuchillo.

–Sí, sí, que venga –contestóle Pepe, dirigiéndole una amorosa mirada, sin dejar de tirar de los hilos; –que venga y me ayudará a tocar las campanas.

  

S MARTÍN LOZANO.

 

Publicado en El Correo gallego: diario político de la mañana: Ano XXI Número 6687 – 15 de marzo de 1898

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