El señor Majestad, fabricante de agua de seltz en el Marais, acaba de asistir a una pequeña fiesta en casa de unos amigos de la plaza Royal y regresa a su vivienda canturreando… Dan las dos en el reloj de Saint-Paul. «¡Qué tarde es!», se dice el buen hombre, y se apresura; pero los adoquines resbalan, las callejas son oscuras, y, además, en ese diabólico barrio viejo, que data del tiempo en que los coches eran raros, hay muchas revueltas, pequeños rincones, muchos mojones ante las puertas que usaban los jinetes. Todo ello impide ir de prisa, sobre todo cuando se tienen ya las piernas algo pesadas y los ojos achispados por los brindis de la fiesta… Por fin, el señor Majestad llega a su casa. Se detiene ante un gran portal adornado donde brilla, al claro de luna, un escudo, recién dorado, de antiguas armas pintadas de nuevo que él ha convertido en su marca de fábrica:
Antigua mansión de Nesmond Majestad
hijo
Fabricante de Agua de Seltz
En
todos los sifones de la fábrica, en los albaranes, en los encabezamientos de
las cartas, pueden verse también, resplandecientes, las antiguas armas de los
Nesmond.
Tras
el portal está el patio, un amplio patio aireado y claro que, durante el día,
al abrirse, de luz a toda la calle. Al fondo del patio, una gran construcción
muy antigua, negras murallas afiligranadas, trabajadas, redondeados balcones de
hierro, balcones con pilastras de piedra, inmensas ventanas muy altas,
coronadas de frontis, de capiteles que se levantan en los últimos pisos como
otros tantos pequeños techos en el propio techo, y por fin, encima de todo,
entre las pizarras las lumbreras de las buhardillas, redondas, coquetas,
enmarcadas de guirnaldas, como si fueran espejos. Además, una gran escalinata
de piedra, carcomida y verdosa a causa de la lluvia, una magra parra que se
agarra a las paredes, tan negra, tan torcida como la cuerda que se balancea
allá arriba, en la polea del granero; un gran aspecto vetusto y triste… Es la antigua
mansión de Nesmond.
En
pleno día, el aspecto de la mansión no es el mismo. Las palabras: Caja, Almacén, Entrada a los talleres
relucen doradas por todas partes sobre los viejos muros, haciéndolos vivir, rejuveneciéndolos.
Los camiones de los ferrocarriles estremecen el portal; los empleados avanzan
hasta la escalinata, con la pluma en la oreja, para recibir las mercancías. El
patio está lleno de cajas, de cestos, de paja, de tela para embalar. Uno se
siente bien en una fábrica… Pero con la noche, con el gran silencio, con esta
luna de invierno que, en el laberinto de los complicados techos, arroja y
entremezcla sombras, la antigua mansión de los Nesmond recupera su señorial
apostura. Los balcones parecen hechos de encaje; el patio de honor se hace más
grande y la vieja escalera, iluminada por desiguales luces, tiene rincones
catedralicios, con vacías hornacinas y escalones perdidos que parecen altares.
Sobre
todo esta noche, el señor Majestad encuentra que su mansión tiene un aspecto
singularmente grandioso. Al cruzar el patio desierto, el ruido de sus pasos le impresiona.
La escalera le parece inmensa, en especial muy pesada de subir. Sin duda es la
fiesta… Llegado al primer piso, se detiene para recuperar el aliento, se acerca
a una ventana. ¡Qué cosa vivir en una casa histórica! El señor Majestad no es
un poeta, ¡oh, no!, y sin embargo, al mirar el hermoso patio aristocrático por
el que la luna extiende una capa de luz blanca, el viejo edificio de gran señor
que parece dormir con sus techos embotados bajo el capuchón de la nieve, se le
ocurren ideas de otro mundo:
–¿Eh…?
Mira que si los Nesmond regresaran…
Y en ese mismo instante suena un fuerte campanillazo. El portal se abre de par en par, con tanta rapidez, con tanta brusquedad que el reverbero se apaga; y durante algunos minutos se produce abajo, a la sombra de la puerta, un confuso ruido de roces, de susurros. Disputan, se dan prisa por entrar. Aquí están los cridados, muchos criados, carrozas de cristal espejean al claro de luna, las sillas de mano se balancean entre dos antorchas avivadas por la corriente de aire del portal. En un abrir y cerrar de ojos, el patio se llena. Pero al pie de la escalinata la confusión cesa. Hay gente que baja de los coches, se saluda, entra charlando como si conociera la casa. Se escucha allí, en esa escalinata, un roce de sedas, un resonar de espadas. Solo cabelleras blancas, que los polvos hacen más pesadas y opacas; solo vocecitas cristalinas, algo temblorosas, risitas sin timbre, pasos ligeros. Toda esa gente tiene aspecto de ser vieja, muy vieja. Ojos sin brillo, joyas adormecidas, antiguas sedas brocadas, suavizadas por tornasolados matices que la luz de las antorchas hace brillar con dulce esplendor; y sobre todo ello flota una pequeña nube de polvo que sube de una de las hermosas reverencias algo forzadas a causa de las espadas y los grandes cestos… Pronto toda la casa parece embrujada. Las antorchas brillan de ventana en ventana, suben y bajan por los giros de las escaleras, incluso las lumbreras de las buhardillas tienen su chispa de fiesta y de vida. Toda la mansión de Nesmond se ilumina como si un enorme sol en ocaso hubiera encendido sus cristales.
«¡Ah,
Dios mío! Van a pegarle fuego…», se dice el señor Majestad. Y, recuperado de su
estupor, intenta sacudir la torpeza de sus piernas y baja de prisa al patio en donde
los lacayos acaban de encender un gran fuego claro. El señor Majestad se
acerca; les habla. Los lacayos no le contestan y siguen hablando en voz baja
entre ellos, sin que el menor vapor se escape de sus labios en la glacial
oscuridad de la noche. El señor Majestad no está contento; sin embargo, algo le
tranquiliza: ese fuego de tan altas y rectas llamas es un fuego singular, una
llama sin calor, que brilla y no quema. Tranquilizado por este lado, el buen
hombre franquea la escalinata y entra en sus almacenes.
Estos
almacenes de la planta baja debían ser, antaño, hermosos salones de recepción.
Pedazos de oro ajado brillan todavía en todas las esquinas. Algunas pinturas
mitológicas llenan el techo, rodean los espejos, flotan por encima de las puertas
en sus tintes difusos, algo descoloridos, como el recuerdo de los años ya pasados.
Por desgracia, ya no hay cortinas, ya no hay muebles. Solo papeles, enormes
cajas llenas de sifones con cabeza de estaño y las secas ramas de una vieja
lila subiendo, oscuras, por detrás de los cristales. Al entrar, el señor Majestad
encuentra su almacén lleno de luz y de gente. Saluda, pero nadie se ocupa de
él. Las mujeres en brazos de sus caballeros siguen haciendo remilgos, ceremoniosamente,
bajo sus pellizas de satén. Se pasean, charlan, se dispersan. Ciertamente todos
esos viejos marqueses parecen estar en su casa. Frente a un antepaño pintado,
se detiene un pequeña sombra temblorosa: «¡Y decir que soy yo la que está ahí!»,
y mira sonriente una Diana que se yergue en la madera, delgada y rosa, con una
media luna en la frente.
–¡Nesmond,
ven a ver tus armas!
Y
todo el mundo se ríe mirando el blasón de los Nesmond en una tela de embalaje,
con el nombre de Majestad debajo.
–¡Ah,
ah, ah,…! ¡Majestad…! Pero ¿todavía quedan Majestades en Francia?
Y
son bromas sin fin, risitas que parecen sonidos de flauta, dedos que se
levantan en el aire, bocas que hacen remilgos…
De
pronto, alguien grita:
-¡Champaña,
champaña!
–¡No…!
–¡Sí…!
Sí, es champaña… Vamos, condesa, pronto, organicemos una fiestecilla.
Han
creído que el agua de seltz del señor Majestad era champaña. A decir verdad, lo
encuentran algo pasado; pero, ¡bah!, de todos modos se lo beben y, como esas
pobres y mínimas sombras no tienen la cabeza muy sólida, poco a poco esa espuma
de agua de seltz les anima, les excita, les da ganas de bailar. Se organizan
minués. Cuatro finos violines que Nesmond ha hecho venir, inician una melodía
de Rameau, llena de tresillos, menuda y melancólica en su vivacidad. Y hay que
ver a esas hermosas viejas girar lentamente, saludar al compás con aire grave.
Los adornos parecen rejuvenecidos, y, también, los chalecos dorados, los
vestidos de brocado, los zapatos con broches de diamante. Las propias paredes
parecen revivir al escuchar esas antiguas melodías. El viejo espejo, encerrado en
la pared desde hace doscientos años, las reconoce también y, lleno de rasguños,
con los ángulos ennegrecidos, se enciende suavemente y devuelve a los
bailarines su imagen, algo borrosa, como enternecida por una nostalgia. Entre
todas esas elegancias el señor Majestad se siente molesto. Se ha acurrucado tras
una caja y mira…
Poco a poco, sin embargo, llega el día. Por las puertas encristaladas del almacén se ve blanquear el patio, luego la parte alta de las ventanas y, por fin, una buena parte del salón. A medida que la luz aumenta, las figuras se borran, se confunden. Pronto el señor Majestad solo ve dos pequeños violines, retrasados en un rincón, que la luz evapora al tocarlos. En el patio, distingue todavía, aunque muy vagamente, la forma de una silla de manos, una cabeza empolvada salpicada de esmeraldas, los últimos chisporroteos de una antorcha que los lacayos han arrojado sobre los adoquines y que se mezclan con las chispas de las ruedas de un coche de transporte que entra, con gran estruendo, por el portal abierto…
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