Al abuelo se le caía la baba de
gusto con las ocurrencias de Manolín.
Todas las tardes de sol, cuando
terminaban el almuerzo, Manolín cogía al viejo de la mano y le decía con
terquedad mimosa:
–¡Vamos a paseo, abuelito!...
¡Anda!... ¿Quieres que vayamos?...
Y aunque al pobre viejo le
agradaba mucho una reposada digestión junto a la chimenea encendida, no sabía
contrariar los caprichos del nieto. Le amaba tanto como sus padres, y le
hubiese parecido un crimen causarle el más pequeño disgusto.
¡Hala! ¡hala! como dos compañeros
de colegio, el anciano y el niño emprendían una larga caminata a las afueras
del pueblo, brincando Manolín igual que un gozquecillo rebelde y encaramándose
en los pelados árboles que hallaba en su camino.
El abuelo, arrastrando las
piernas, seguía con embobados ojos las travesuras del chiquillo, que él no
podía emular y solían llenarle de espanto.
Porque, como travieso, ¡vaya si lo
era Manolín! Algunas cuestas las bajaba rodando con las piernas encogidas y la
cabeza oculta entre los brazos, materialmente hecho un ovillo…
Y el viejo, sobresaltado al verle
rodar como una pelota, aligeraba la vacilante marcha para salvarle del peligro,
y llegaba jadeante, cuando ya el niño estaba de pie, sin más det6rimento que
algún insignificante rasguño y varios sietes
en los calzones.
Entonces pretendía reñirle y hasta
ponía el rostro ceñudo… Pero al ver los ojos tristes de Manolín, sus mejillas
de rosa manchadas de barro y los bucles desgreñados que orlaban su cabecita
melancólica como la de un nazareno…, el viejo desarrugaba el ceño adusto y se
comía a besos al muchacho, mientras le decía balbuciente de emoción:
–¿Te has hecho daño, sol mío?...
¡Hijo de mi alma! Si yo tengo la culpa por no haber ido más aprisa…
¡Y apenas se reía Manolín con los
sustos de su abuelo!
***
Llegó la tarde más bella del
invierno. Los árboles desnudos, bañados por la luz esplendorosa del sol,
parecían renacer al beso de una primavera temprana; entre las ramas retorcidas
piaban alegres los pájaros.
Manolín ideaba diabluras para
asustar al abuelo, y este, marchando detrás del niño, pasaba del sobresalto a
la ternura, sonreía bondadosamente, saboreaba aquel último amor de su vida…
La senda por donde iban ambos
torcía de pronto en una altura coronada por extensa planicie. Al llegar a la
mitad de la pendiente, Manolín emprendió carrera veloz hasta ocultarse en el
recodo a las miradas de su abuelo.
–No corras, Manolín, no corras… –
le gritaba el viejo. – Ten cuidado, que está ahí la alberca.
Y como no le contestase apretó el
paso, sin dejar de gritarle con voz ahogada:
–¡No corras, Manolín, no corras!
Cuando llegó a lo alto, el niño no
estaba. Detrás del recodo, el depósito, lleno de agua hasta los bordes,
apareció como un monstruo devorador a los ojos aterrados del viejo.
Miró por todas partes; gritó
sollozando, y se perdían sus lamentos en la explanada silenciosa, envuelta en
la luz ardiente del sol.
Entonces se fijó en la alberca,
sobre cuyas aguas tranquilas fulguraban chispas de diamante descendidas del
cielo.
Y mudo por el terror, anonadado,
clavó sus ojos, desmesuradamente abiertos, ojos de loco, en la gorra azul de
Manolín que flotaba en la orilla…
–¡Orivenga!... ¡orivenga!...
–chilló en aquel momento a su espalda una vocecilla burlona.
El anciano pudo aventar la rigidez
de sus músculos, y volviéndose bruscamente, vio asomar por detrás de un árbol
la cabecita risueña de Manolín que, muy contento con su broma, repetía el inocente
estribillo:
–¡Orivenga!... ¡orivenga!...
…………………………...
…………………………..
¿Ustedes creerán que el abuelo
cogió al chico por las piernas y lo tiró de cabeza al estanque?
Pues nada de eso. Le apretó contra
su corazón, y cuando pudo recobrar el uso de la palabra, fue lo primero que
dijo:
–Este demonio de Manolín… ¡tiene
cada ocurrencia!...