Se murió la María Jesús – ¡Dios la
haya perdonado! – dejando por toda herencia dos retoños que podían taparse con
un sombrero. El aire de la sierra es muy malo; cuando sopla del Norte, se mete
en la carne como a estocadas. Los pobres caen con la caída triste y silenciosa
de las hojas del castaño. – ¿De qué sa muerto Fulano? – De un dolor de costao
que le entró antier. – Eso es todo. El dolor de costado se los lleva mansamente
con alevoso sigilo al camposanto, a la tierra de la verdad, al único descanso
que prueban desde que nacen.
Los hijos de María Jesús no
tuvieron que alterar nada en su vida: antes pedían, y siguieron pidiendo. La
Jacintilla paseaba sus doce años bajo unas sayas de mujer, que en mil pingajos
se recogía en la cintura; zapatos, Dios los dé; y con un pedazo de zagalejo
encarnado abrigábase tan campante. Víctor, de ocho cumplidos, tapaba sus carnes
broncíneas con los calzones rodilleros colgados de un tirante. Esto y la media
camisa, que parecía un cedazo, remataban su equipo.
No faltaban almas buenas que les
llenasen la panza; y para dormir, en cualquier establo, en cualquier pajar
hacían la rosca.
Un día, cierta excelente mujer
aconsejóles que se fuesen al amparo de madre Claudia. –¿No vive en la Nava?
Jacintilla, ¿tú no has ido muchas veces? Pues allá, hijos, allá con madre
Claudia. Cuando los padres se mueren, hay que buscar a los abuelos. No estéis
así, como cochinillos concejiles.
Discutieron la proposición. Víctor
dijo «¡Noa!», Jacintilla
dijo «¡Sía!», y quieras que no, tiró del chico y enderezaron sus pasos por el
camino de la Nava. Aquel día era de fiesta solemne, día de la Concepción, y por
eso el campo estaba casi desierto; no se veía un alma.
–¿Qué es Conceción? dijo el chiquillo.
–Es un día que… – Y como a Jacintilla se le atarugase la
definición, saltó con lo primero que se le vino. – Un día en que los chiquillos
queman rejiletes.
–¡Yo quiero uno! ¡yo quiero uno!
Y no hubo más remedio que hacerle rehiletes al señorito.
Saltaron la cerca de piedra, y del olivo más pomposo arrancaron varetas de esas
que brotan al pie. Luego entraron por el castañar y fueron llenando las varas
con hojas de castaño secas que se amontonaban en el suelo, pinchándolas
lindamente y apretándolas mucho. Ya no faltaba sin fuego, y dióselo un molinero
que iba al molino con sus talegas.
–Quemar rejiletes, bueno; hoy es el día. Pero quitarvos del
campo presto, porque anda el temperamento de nieve.
Víctor corría ya con el morcillón de hojas ardiendo,
trazando pausados círculos sobre su cabeza, conforme es de uso y costumbre; y
apenas uno se consumió acudió por otro, encendiendo los nuevos en los gastados.
En esto comenzó la tarde a oscurecerse; el cielo, ya
brumoso, se puso lívido como un gran trozo de ágata. Cayeron unas gotas gordas
de agua helada; después copos airosos, ondulantes, que descendían con majestuosa
lentitud de pétalos de rosas blancas y frías.
–Vito, ¡esto es nieve!
–¿Se come?
–No. Da dolor de costao.
–Pero se juega.– Y empezó a construir la bola. Se acordaba
de haber jugado con la nieve delante del convento de Santo Domingo, bajo los
álamos vestidos de inmaculada blancura…Y jugaron los dos alegres, felices,
disfrutando de aquel soberano espectáculo con que la naturaleza les divertía.
La noche se entraba a más andar; los altos castaños,
desnudos como esqueletos, parecían tiritar bajo la sábana deslumbrante que los
envolvía; las zarzas y los helechos se doblaban como encajes; la Nava estaba
lejos, ¡muy lejos! y el resplandor de aquella blancura silenciosa empujaba a la
sombra, detenía al crepúsculo, reflejaba la llama de los astros, que en el
cielo limpio y sereno ya, ardían con puros fulgores.
–¡Qué frío! Tápame.
–Vito; vamos, ¿sabes? con madre Claudia, que tiene candela.
–¿Y por ande vamos? ¿Tú ves? Toíto es blanco.
–¡Verdá que no sé! Espérate, condenaíno; miá qué gomitera de
rejilletes te entró… ¡No sé… no sé! Ni camino, ni ná.
Y Jacintilla empezó a llorar angustiada, echándose cabe un
tronco y tapando con el pedazo de zagalejo que ella llevaba desde que nació.
–¡Pobrecino, chiquetino…! Arrebújate ahí; aprétame con
juerza… quítame el calor.
Víctor se dormía sin dejar de apretarla con los brazos;
ella, la madrecita, sentía también un sueño que la abrumaba; ¡y se iba a dormir
así, en el campo, en medio de la temerosa noche, con aquel hijo en el regazo! ¡Ah, qué lejos
estaba La Nava! ¡Qué lejos las almas buenas que les llenaban la barriga y les
daban un rincón caliente en el pajar!
–No te duermas, Vito. ¡Tengo miedo! ¿Sabes de qué? De tó. De
ná. ¡Pobrecino, chiquetino!
La llama fulgurante de los astros resplandecía en el sereno
cielo, en la tierra blanca, en los árboles, en que la nieve se volvía cristal.
Allá, muy lejos, pasó un hombre cantando; algún aventurero
montado en su mulo, que esparcía por el castañar helado la trova quejumbrosa de
su amor:
Tú
eres la nieve, la nieve; –yo soy el sol. – ¡Échale nieve, chiquilla, – verás
qué jervor!
–Chacha, estoy zurraíno! Llámalo.
Y con voces débiles llamaron al de la copla, que iba allá,
camino adelante, bajando la riscosa cuesta…
–¡Tío, eh, tío!
¡Échale nieve, chiquilla, verás que jervor!
Después, nada. El silencio espantoso del bosque blanco, la
imponente soledad de la noche, la desoladora tristeza de aquellos árboles
desnudos…
–¿Tú has visto la Conceción?
–La vide un día… ahora me acuerdo. Madre me la enseñó.
–¿Con rejiletes?
–¡Quita pallá! Con un mantón azul llenito de estrellas. ¡El
que estoy viendo es más grande! Arrebújate… asina. Te echaré el aliento; asina.
Los dos se dormían entumecidos, paralizados, con un dulce
sopor. El viento sonaba entre las ramas en que el cristal crujía. Relumbraba la
bóveda azul con el relampagueo de los astros… Una mansa paz de cementerio iba
invadiendo el bosque.
–¿Qué ves ahora?
–Veo un ángel…
–¿Blanco?
–Muy blanco y muy grande. Creo que es un árbol con alas.
–¿Quedrá llevarnos?
–¡Ajolay!
–¡Tonta, si fuese madre…!
–No, no. Madre está en el cementerio.
–¡Qué frío tendrá!
–Tú también tienes mucho. Aprétame… ¡ay, que no puedo
menearme! Ahora me parece que no es árbol, que es ángel… ángel de nieve. Vito,
¿tas dormío? ¡Ya! ¡Pobrecino, chiquetino…!
……………………………………….
¡Y así se durmieron para siempre bajo las alas del ángel,
abrazadas en vida y en muerte, aquellas dos pobres criaturas que trajo la
miseria y se llevó la nieve!
Blanco
y Negro, 27 de
abril de 1901.
Dibujo de Méndez Bringa.