Pachín no había tenido más amores
en su microscópica aldea que el que le había inspirado Magdalena, la moza más
guapa de Errázula (que así se llamaba
el pueblo), y la más requerida por todos los jóvenes de su edad. Trabajaban
juntos en el campo, no estaban distantes los caseríos de sus padres, y Pachín
se sintió herido por los encantos de Magdalena, que le miraba a su vez con
buenos ojos.
Cuando al caer la tarde en los
días calurosos de estío regresaban al pueblo después de una jornada horrible de
diez horas de trabajo, Pachín colocaba a Magdalena en lo alto de la paja de
maíz que conducía su carreta, y así volvían a la aldea, excitando la envidia de
todos los mozos y mozas que encontraban en el camino.
Ella, satisfecha como una reina en
su trono, entonaba en vascuence un zortzico todo tristeza y sentimiento, y
Pachín hacía la segunda voz con ese instinto musical que solo tienen los
vascongados, interrumpiendo el canto de cuando en cuando para gritar: «¡Aida!» a los bueyes que,
reclinados uno contra otro con objeto de hacer mayor fuerza, trepaban con su
carga desde el valle a la montaña.
Pero aquel idilio, como todos en esta vida, terminó pronto.
La madre de Magdalena había servido en Madrid y se le ocurrió la idea de que su
hija debía imitarla, con lo cual podría ayudar a sus padres mucho más que
cogiendo maíz en la aldea.
Porque con e pretextos de dar de comer a los hijos, y con el
de que los hijos ayuden a los padres, se han cometido en este mundo las
acciones más horrendas y la mayor parte de los crímenes.
La tía Maureta, que era la madre de Magdalena, atendió a su
egoísmo, y a Madrid fue la chica, a pesar de las protestas y de las lágrimas de
Pachín. «¡Sola en Madrid!» decía sin darse verdadera cuenta de los peligros que
podían amenazar a Magdalena, pero presintiéndolos. «¡Sola en Madrid!»
Por espacio de algunos meses hubo cartas frecuentes entre
los novios. Venían las de Magdalena para Pachín en el mismo sobre y a veces en
el mismo pliego que para la madre, y las contestaciones volvían también unidas.
De repente Pachín dejó de recibir cartas y la tía Maureta no; es más, la madre
no le daba a leer las cartas de la hija. «Aquí pasa algo, se decía él, y algo
muy malo.» Pero no podía adivinar la causa, ni nadie se la contaba. Pidió
explicaciones y no se las dieron.
–Olvídala, le contestó la madre de Magdalena; se conoce que
piensa de otra manera y no quiere novios.
¡Olvidarla! Eso es lo que Pachín no podía hacer tan
fácilmente. Triste, cejijunto, mudo casi siempre, acudía al trabajo con la
actividad en él acostumbrada; pero ya no se le oía ninguna frase alegre, ni
tomaba parte en las bromas de sus compañeros, ni los domingos pasaba la tarde
en la sidrería como en otros tiempos.
Entretanto la tía Maureta variaba de un modo radical su
manera de vivir: ya no trabajaba en el campo; la porción de tierra que poseía,
y a cuenta de la cual siempre tenía tomado dinero a réditos, quedó
completamente desempeñada, y hasta en el vestir hacía ostentaciones que
llamaban la atención de todo el mundo.
Pachín notaba todo esto con mucha rabia en el alma y con
gran desconsuelo en el corazón. «Se ha casado con algún hombre rico», pensaba,
y por eso tiene dinero la madre.
Un día el secretario del ayuntamiento, que era el individuo
de peor intención que había en Errázula, llamó a Pachín para leerle un
periódico que le interesaba mucho. Era uno de los diarios de mayor circulación
de Madrid, y con el epígrafe de La bella
García publicaba un artículo reseñando los triunfos que una bailarina
compatriota nuestra obtenía en Paris y en toda Europa. Los triunfos no eran
precisamente artísticos; bailaba mal, pero la falta de arte la suplía la
desvergüenza, y los extranjeros se sentían enloquecidos ante los ademanes
lúbricos de la bella española. Había debutado en Folies Bergeres, y desde allí había pasado a distintas capitales de
Europa, obteniendo siempre los mismso éxitos… amorosos.
Porque a esos éxitos estaba consagrado el escrito; el
articulista refería detalladamente las aventuras de la bella García con un príncipe bávaro, con un oficial inglés, y
por último con un individuo de la familia imperial rusa, a quien en el momento
de escribir aquellas tenía de adjunto en Montecarlo, con la obligación de
suministrarla cuanto oro necesitase para perderlo al treinta y cuarenta.
Por último, el periodista había procurado investigar el
origen de la bailarina, y resultaba de sus trabajos que era natural de
Errázula, pueblo de las Provincias Vascongadas, donde vivía su madre muy
contenta y satisfecha de los éxitos de su hija.
Pachín, al llegar a la última parte del artículo, dio un bote
en la silla; luego lloró como un chiquillo; tuvo intenciones de ir a matar a la
tía Maureta en el acto, pero el secretario, después de haberle causado tan
honda herida, le prodigó el vulgar consuelo de que lo mejor era aguantarse.
No pensaba Pachín en tal cosa en aquel instante; pero en
medio de su grosera ignorancia tenía un fondo moral tan grande en el corazón,
que al amor sucedió a los pocos días el desprecio, y a este la lástima y
olvido.
Al año Pachín había recobrado su antiguo buen humor, y si
alguna vez se acordaba de Magdalena era con la indiferencia que podía recordar
a cualquier conocido cuyo trato no le hubiera importado ni poco ni mucho.
Un día se anunció que Magdalena volvía al pueblo para ver a
su madre, para comprar una porción de fincas y edificar un palacio donde
retirarse cuando se cansara del mundo; y con efecto, una mañana de día festivo,
cuando las gentes de Errázula salían de misa, fueron sorprendidas por la
llegada de lujosa cesta tirada por briosos caballos. Allí iba Magdalena esplendente
de belleza y de joyas y orgullosa de la admiración que iba a despertar entre
sus amigas y paisanos. En la cesta iba también la tía Maureta, que había salido
al camino a esperarla, y cuyo rostro tostado y toscas sayas formaban horrible
contraste con los colores vivos de carne bien cuidada de su hija y con sus
elegantes atavíos.
La tía Maureta no cabía de gozo en el carruaje. Aquella
entrada era uno de los triunfos con que soñaba. Despertar la envidia de todos
es el placer de los espíritus groseros. Y la tía Maureta gozó mucho suponiendo
que las que presenciaban atónitas la aparición de Magdalena se desharían
interiormente de rabia por no poseer aquella cesta, aquellos caballos y aquella
fama.
Pachín, guiado por la curiosidad, se acercó también a ver a
la viajera; apenas si recordó sus facciones a través de los afeites y colorines
que llevaba Magdalena; pero no había duda, estaba más hermosa que cuando se
fue. Ella le reconoció en el acto y le saludó cariñosamente con la mano.
Aquella noche Pachín no durmió tranquilo; pensaba en ella,
es decir, en la bella García, pero no
en Magdalena. Al día siguiente le dieron bastantes bromas sus amigos, con la
santa intención de molestarle en lo posible; pero él, que miraba con los ojos
ávidos a la bailarina, no sentía ya ningún amor por Magdalena. Era esta otra
mujer que le gustaba, pero a la que no quería. La otra había muerto
completamente para él.
Magdalena, entretanto, desarrollaba sus proyectos impulsada
por la vanidad más estúpida. Todo quería comprarlo para hacer ostentación de su
riqueza, y para edificar su soñado hotel hacía venir de la capital de la
provincia los obreros más costosos, pagando además el terreno a precios que
eran fabulosos en aquella comarca.
Pachín la veía todas las tardes cuando iba a trabajar, pero
no la hablaba nunca; ella, en cambio, desde la puerta de su casa le sonreía
amablemente y buscaba el momento y la ocasión de hablarle.
Porque Magdalena, que había llegado a Errázula por un
capricho, se sentía pegada a aquel suelo y a aquellas gentes, tan inferiores a
los lugares y a las personas que había conocido en su ruidosa carrera. Y aquel
Pachín tan mísero y tan franco, le parecía un hombre de distinta especie que
los príncipes y duques que acababa de tratar y que tanto habían halagado su
vanidad.
Un día, aun corriendo el riesgo de que Pachín no la hiciera
caso, se decidió a llamarle con el pretexto de comprarle la pareja de bueyes
que poseía. Pachín acudió tranquilo y sonriente como en otros tiempos, pero con
una expresión de malicia en el rostro que molestó mucho a Magdalena desde el
primer momento.
–Te llamo, dijo Magdalena de repente en cuanto estuvieron
solos, para saber si me has olvidado por completo.
–Tonta serás si crees en olvido, contestó Pachín con su
pintoresca construcción del castellano.
–De modo que aún conservas afecto a tu Magdalena.
–Afecto, no sé qué llamas; bonita es bella García.
–No me llames así; para ti no puedo ser más que Magdalena.
–Magdalena nunca serás ya, pero guapa estás ahora.
La bailarina hallaba en las palabras de Pachín un tono que
la hacía daño. Apenas si entendía su enrevesada sintaxis, pero en el gesto
adivinaba que su antiguo novio no la hablaba como en otro tiempo. Para penetrar
más a fondo en aquel corazón, se decidió a exponer sin más rodeos todo su
pensamiento.
–Pachín, le dijo, yo no te he olvidado nunca; al volver a
este pueblo he sentido renacer todo mi cariño, y si quieres podemos ser muy
felices, porque yo tengo mucho dinero y
nunca tendrás necesidad de trabajar; pero yo, añadió con toda la
coquetería posible, ya no te gusto.
–Que más que nunca me gustas, te digo, respondió Pachín; más
guapa vienes que fuiste.
–De modo, dijo ella poco menos que temblando, que podemos
reanudar nuestras relaciones.
–Relasiones deseo yo más que tú, contestó Pachín poniéndose
rojo como una cereza.
–Entonces, preguntó Magdalena, antes de un mes podemos
casarnos.
–¡Casarme quieres tú! exclamó Pachín soltando una
estruendosa carcajada. La vergüenza grande sería para mí.
–¡Entonces cómo me quieres! gritó furiosa Magdalena; y sin
darle tiempo a replicar le lanzó los más groseros insultos, sin olvidar el de
pobretón, que era para ella el más ofensivo. Cuando se hubo cansado de
injuriarle, y como quien ha llegado a hacer un descubrimiento grande, dijo:
–Acabo de abrir los ojos; todos los hombres sois iguales:
unos canallas para la mujer; lo mismo eres tú que los príncipes rusos que yo
acabo de tratar.
Pachín, repuesto de la sorpresa que le produjo la salida de
tono del Magdalena, se contentó con decir:
–Para bella García, canallas serán príncipes y Pachines.
Para Magdalena, caballeros se portarían desde emperador de Rusia hasta
pregonero de Errázula. La culpa tuya es, pues.
Y sin añadir una palabra más, salió tranquilo de casa de
Magdalena silbando un zortzico popular.
La bella García no tuvo valor para contestar.
Al día siguiente salía del pueblo con la tía Maureta,
desistiendo para siempre de sus proyectos de vida tranquila y honrada en el
pueblo donde vio la luz primera.
En el momento de perder de vista para siempre la torre de
Errázula, la tía Maureta se puso en pie en el carruaje, y volviéndose hacia la
aldea exclamó:
–Los demonios te lleven, Pachín, que hija que vale millones
desprecias.
Magdalena obligó a sentarse a su madre.
–Cállese usted, la dijo. Pachín tiene razón. Y comenzó a
llorar amargamente.
Las alegres campanillas de los caballos y el rodar del
vehículo ahogaron los sollozos de Magdalena, al tiempo que una nube de polvo
ocultaba para siempre a las viajeras la cruz de la torre de Errázula.
Blanco y Negro 8 de julio de 1899
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