lunes, 26 de marzo de 2018

EL TREN QUE PASA (Emilio Sánchez Pastor)

En una pelada llanura de la Mancha estaba la choza donde se guarecía de la lluvia María la Rubia cuando llevaba a pastar hacia aquella parte del campo las cabras de su amo el tío Rico.
María la Rubia era huérfana, hija de un criado antiguo de su amo, y fue recogida por éste para que sirviera de algo en la casa de labor y no hubiera que darle soldada. Cuando pasó la edad de la pubertad, empezó a llamar la atención de los mozos por la hermosura de sus facciones, la proporción de sus formas y la energía de su continente.
Guardando cabras la tenía el tío Rico, y aunque mal vestida, pero alimentada, podía decirse que era la primera moza del pueblo.
El hijo del tío Rico, llamado Colás, y que durante la niñez había hecho mártir a María de todos sus juegos, sometiéndola a los mismos tratamientos que al perro que le habían llevado para su divertimiento, empezó a poner sus pecadores ojos en la mujer ya hecha. Al desprecio sucedió el deseo, y María, que siempre le había mirado como un verdugo, le tomó verdadero horror como enamorado, comprendiendo en medio de su ignorancia que en aquella especie de pasión no había nada que tuviera relación con el cariño.
Por el pardo donde iba con las cabras pasaba el ferrocarril; por los trenes medía el tiempo, y sabía las horas a que correspondían los mixtos, los correos, los expresos y los mercancías.
Algunas veces, sin saber por qué, sentía impulsos de poner la cabeza sobre un raíl al paso de un tren para librarse de los peligros de la vida, que no conocía, porque el tío Rico ni había mandado a María a la escuela ni a la iglesia, y era incapaz de prever nada, pero que presentía por un instinto natural, más desarrollado en los ignorantes que en las personas cultas, puesto que no hay inteligencia ni instrucción que lo modifique.
La vista del tren la impresionaba mucho.
Aquello era un mundo que pasaba, un mundo mejor que el de su pueblo, sin duda alguna.
Primero la máquina con aquellos hombres que la hacían andar, y que debían ser superiores a todos los seres que ella conocía.
Luego los coches con señoritas muy bellas, ataviadas con trajes extraños, que no debían tratar a sus criados como la trataban a ella en casa del tío Rico; con señores de aspecto venerable; con jóvenes limpísimos, bien distintos de los mozos de su aldea; con militares llenos de galones; con una sociedad, en fin, que debía tener otro corazón y otros sentimientos diversos de los que animaban a la gente de su pueblo.
Luego aquellos furgones llenos de baúles; aquellos furgones, que cada uno llevaba más riqueza que la que juntaban todos los ricos de su lugar, revelaban a su mente la existencia de un mundo mejor, donde no habría nadie capaz de explotarla y maltratarla como habían hecho siempre con ella el tío Rico y su hijo.
Una mañana esperaba a la puerta de su choza el expreso, el tren desbocado, según ella le llamaba, y que era siempre el menos animado, porque aunque ella saludaba con la mano, pocos la contestaban desde las ventanillas, lo que no sucedía en el tren mixto, por ejemplo, donde sus aludos producían gritos alegres y no pocas palabras soeces, que apenas llegaban a sus oídos como un rumor vago.
Mirando en la dirección en que debía llegar el tren, no observó que por una vereda del campo venía Colás a caballo, con su traje de día de fiesta y contoneándose como el que era amo futuro de todo el campo que abarcaba su vista.
María la Rubia se puso en pie cuando las pisadas del caballo la sacaron de su abstracción. ¿A qué venía por allí Colás, pensó, tan de mañana y tan peripuesto?
–Si estás ahí sentada, le dijo por todo saludo, alguna cabra se te va a ir a la vía y la va a aplastar el tren, y mi padre te va a matar luego.
–¡Qué se han de ir!, dijo María secamente.
Nicolás se apeó, ató el caballo a un palo de la choza, y se acercó a María para pedirle que le cortara un racimo de uvas de una viña próxima. Entretanto se sentó en el suelo, y siguiéndola con la vista empezó a murmurar palabras que no llegaban a ella sino como el mosconeo de una colmena.
Cuando volvió con las uvas instó Colás a María a que se sentara a su lado, pero ella se negó a semejante familiaridad y se apartó a bastante distancia, permaneciendo en pie, sin dejar de mirar en dirección de la vía.
Colás estaba intranquilo y sobrexcitado; se levantó del suelo, se acercó al caballo, sacó un pan de las alforjas y volvió a sentarse en el mismo sitio, siempre con la vista fija en María.
Para partir el pan sacó una navaja enorme, y apenas hecha la primera rebanada, miró a todos lados y de un salto se puso al lado de María, cogiéndola de un brazo con la mano izquierda, mientras que con la derecha blandía el arma.
–Vengo a matarte, la dijo.
María dio un grito terrible y trató de desasirse, pero imposible: Colás era el hombre más forzudo del pueblo, y su puño la apretaba el brazo como una argolla de hierro. Quiso pedir auxilio, pero en todo cuanto la vista alcanzaba no se veía más ser viviente que las cabras que triscaban indiferentes a aquella horrible escena, y un cielo azul, puro, sin una nube, alumbrado por un sol de Andalucía.
–Vengo a matarte, repitió Colás sin soltarla, porque no te portas bien conmigo. Con que aquí, o me obedeces o te mato.
María estaba casi sin movimiento. No tenía alientos ni para forcejear y apartarse de un sitio donde se sentía como clavada en el suelo.
–Contesta, gritó Colás acercando la punta del arma al corazón de María.
Y ella, con los ojos fijos en el azul del cielo, pálida y casi helada, parecía esperar algún auxilio providencial que la sacara de tan angustiosa situación. De repente, sus mejilla se colorearon y sus ojos adquirieron extraño brillo. Había sentido un rumor que conocía mucho, el del tren expreso, que llegaba a su hora como siempre.
–Suelta, se atrevió a decir con una energía que estremeció a Colas; pero este oprimió con más fuerza su brazo, repitiendo:
–Contesta pronto o te mato.
El estridente silbido de la locomotora llegó en aquel momento a oídos de ambos. Colás cerró la navaja instintivamente con una sola mano, apoyando la hoja en su pierna y sin soltar a María.
En aquel instante el tren se acercaba a toda velocidad, haciendo horrible estrépito y levantando nubes de polvo, que con el humo que lanzaba a borbotones la locomotora formaba un velo tenue que rodeaba todos los vagones.
María comenzó a dar gritos con toda la fuerza de sus pulmones y a agitar furiosamente el único brazo que le quedaba libre; pero sus gritos no debían oírse, apagados por los resoplidos de la máquina y el rodar de los furgones sobre el hierro.
El maquinista miró con curiosidad aquel grupo por algunos momentos, y en seguida se entregó a las rudas tareas de su oficio. Algunos viajeros, asomados a las ventanillas, manifestaban en su gesto la sorpresa que aquella escena y aquellos gritos les producían; otros sonreían maliciosamente, y los dos guardias civiles que formaban la pareja que custodiaba el tren, con todo el cuerpo fuera de la ventanilla, parecían tratar de averiguar si se trataba de juego, burla o delito.
Todo este espectáculo pasó a los ojos de María como un relámpago. Por instantes había ido esforzando la voz.
–¡Socorro! ¡deteneos! ¡Qué me mata Colás, el hijo de mi amo! había gritado sucesivamente, y su voz no había sido oída por nadie. En aquella barahunda que movían los coches y el vapor, los gritos de María, dados con toda la fuerza de su garganta, sonaban tanto como el zumbido de una mosca en una fragua.
Muy pronto el ruido comenzó a ceder. El horroroso estrépito se convirtió casi de repente en un suave rumor cada vez menos sensible, y en la dirección de la vía no se veía ya más que un bulto negro rodeado de polvo y coronado de jirones de humo. Colás, que había permanecido inmóvil, casi, como una estatua, los breves segundos que duró esta escena, apenas se convenció de que ya no podía ser visto, volvió a sacar la navaja, exclamando:
–¿Qué te creías? aquí nadie te ampara.
María, ronca y desesperada, convencida de que ya no había esperanza para su honor, prefirió entregar la vida, y con la mano del brazo libre empezó a arañar en la cara a Colás, iniciándose una lucha horrible.
Colás no quería herirla, porque no era su muerte lo que buscaba; pero el dolor le hacía defenderse de los puñetazos y mordiscos de María, y arrojando la navaja al suelo, comenzó a golpearla con los puños tan furiosamente, que la joven, a los pocos segundos, cubierta la cara de sangre y acardenaladas las mejillas, cayó sin sentido, como muerta, en brazos de su verdugo.
………………………………………….
Un silbido lejano del tren que ya no se veía y los cencerrillos de las cabras triscando alrededor de la choza, fue lo último que oyó María antes de perder el sentido.
Sonidos que se confundieron, como la indiferencia de los animales ante aquella escena se confundía con la de la sociedad, que no puede hacer alto en su camino ni parar mientes ante el abuso del fuerte contra el débil.

Blanco y Negro, 29 de abril de 1899

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