En una pelada llanura de la Mancha
estaba la choza donde se guarecía de la lluvia María la Rubia cuando llevaba a pastar hacia aquella parte del campo las
cabras de su amo el tío Rico.
María la Rubia era huérfana, hija de un criado antiguo de su amo, y fue
recogida por éste para que sirviera de algo en la casa de labor y no hubiera
que darle soldada. Cuando pasó la edad de la pubertad, empezó a llamar la
atención de los mozos por la hermosura de sus facciones, la proporción de sus
formas y la energía de su continente.
Guardando cabras la tenía el tío
Rico, y aunque mal vestida, pero alimentada, podía decirse que era la primera
moza del pueblo.
El hijo del tío Rico, llamado
Colás, y que durante la niñez había hecho mártir a María de todos sus juegos,
sometiéndola a los mismos tratamientos que al perro que le habían llevado para
su divertimiento, empezó a poner sus pecadores ojos en la mujer ya hecha. Al
desprecio sucedió el deseo, y María, que siempre le había mirado como un
verdugo, le tomó verdadero horror como enamorado, comprendiendo en medio de su
ignorancia que en aquella especie de pasión no había nada que tuviera relación
con el cariño.
Por el pardo donde iba con las
cabras pasaba el ferrocarril; por los trenes medía el tiempo, y sabía las horas
a que correspondían los mixtos, los correos, los expresos y los mercancías.
Algunas veces, sin saber por qué,
sentía impulsos de poner la cabeza sobre un raíl al paso de un tren para
librarse de los peligros de la vida, que no conocía, porque el tío Rico ni
había mandado a María a la escuela ni a la iglesia, y era incapaz de prever
nada, pero que presentía por un instinto natural, más desarrollado en los
ignorantes que en las personas cultas, puesto que no hay inteligencia ni
instrucción que lo modifique.
La vista del tren la impresionaba
mucho.
Aquello era un mundo que pasaba,
un mundo mejor que el de su pueblo, sin duda alguna.
Primero la máquina con aquellos
hombres que la hacían andar, y que debían ser superiores a todos los seres que
ella conocía.
Luego los coches con señoritas muy
bellas, ataviadas con trajes extraños, que no debían tratar a sus criados como
la trataban a ella en casa del tío Rico; con señores de aspecto venerable; con
jóvenes limpísimos, bien distintos de los mozos de su aldea; con militares
llenos de galones; con una sociedad, en fin, que debía tener otro corazón y
otros sentimientos diversos de los que animaban a la gente de su pueblo.
Luego aquellos furgones llenos de
baúles; aquellos furgones, que cada uno llevaba más riqueza que la que juntaban
todos los ricos de su lugar, revelaban a su mente la existencia de un mundo
mejor, donde no habría nadie capaz de explotarla y maltratarla como habían
hecho siempre con ella el tío Rico y su hijo.
Una mañana esperaba a la puerta de
su choza el expreso, el tren desbocado, según ella le llamaba, y que era
siempre el menos animado, porque aunque ella saludaba con la mano, pocos la
contestaban desde las ventanillas, lo que no sucedía en el tren mixto, por
ejemplo, donde sus aludos producían gritos alegres y no pocas palabras soeces,
que apenas llegaban a sus oídos como un rumor vago.
Mirando en la dirección en que
debía llegar el tren, no observó que por una vereda del campo venía Colás a
caballo, con su traje de día de fiesta y contoneándose como el que era amo
futuro de todo el campo que abarcaba su vista.
María la Rubia se puso en pie cuando las pisadas del caballo la sacaron de
su abstracción. ¿A qué venía por allí Colás, pensó, tan de mañana y tan
peripuesto?
–Si estás ahí sentada, le dijo por
todo saludo, alguna cabra se te va a ir a la vía y la va a aplastar el tren, y
mi padre te va a matar luego.
–¡Qué se han de ir!, dijo María
secamente.
Nicolás se apeó, ató el caballo a
un palo de la choza, y se acercó a María para pedirle que le cortara un racimo
de uvas de una viña próxima. Entretanto se sentó en el suelo, y siguiéndola con
la vista empezó a murmurar palabras que no llegaban a ella sino como el
mosconeo de una colmena.
Cuando volvió con las uvas instó
Colás a María a que se sentara a su lado, pero ella se negó a semejante
familiaridad y se apartó a bastante distancia, permaneciendo en pie, sin dejar
de mirar en dirección de la vía.
Colás estaba intranquilo y
sobrexcitado; se levantó del suelo, se acercó al caballo, sacó un pan de las
alforjas y volvió a sentarse en el mismo sitio, siempre con la vista fija en
María.
Para partir el pan sacó una navaja
enorme, y apenas hecha la primera rebanada, miró a todos lados y de un salto se
puso al lado de María, cogiéndola de un brazo con la mano izquierda, mientras
que con la derecha blandía el arma.
–Vengo a matarte, la dijo.
María dio un grito terrible y
trató de desasirse, pero imposible: Colás era el hombre más forzudo del pueblo,
y su puño la apretaba el brazo como una argolla de hierro. Quiso pedir auxilio,
pero en todo cuanto la vista alcanzaba no se veía más ser viviente que las
cabras que triscaban indiferentes a aquella horrible escena, y un cielo azul,
puro, sin una nube, alumbrado por un sol de Andalucía.
–Vengo a matarte, repitió Colás
sin soltarla, porque no te portas bien conmigo. Con que aquí, o me obedeces o
te mato.
María estaba casi sin movimiento.
No tenía alientos ni para forcejear y apartarse de un sitio donde se sentía
como clavada en el suelo.
–Contesta, gritó Colás acercando
la punta del arma al corazón de María.
Y ella, con los ojos fijos en el
azul del cielo, pálida y casi helada, parecía esperar algún auxilio
providencial que la sacara de tan angustiosa situación. De repente, sus mejilla
se colorearon y sus ojos adquirieron extraño brillo. Había sentido un rumor que
conocía mucho, el del tren expreso, que llegaba a su hora como siempre.
–Suelta, se atrevió a decir con
una energía que estremeció a Colas; pero este oprimió con más fuerza su brazo,
repitiendo:
–Contesta pronto o te mato.
El estridente silbido de la
locomotora llegó en aquel momento a oídos de ambos. Colás cerró la navaja
instintivamente con una sola mano, apoyando la hoja en su pierna y sin soltar a
María.
En aquel instante el tren se
acercaba a toda velocidad, haciendo horrible estrépito y levantando nubes de
polvo, que con el humo que lanzaba a borbotones la locomotora formaba un velo
tenue que rodeaba todos los vagones.
María comenzó a dar gritos con
toda la fuerza de sus pulmones y a agitar furiosamente el único brazo que le
quedaba libre; pero sus gritos no debían oírse, apagados por los resoplidos de
la máquina y el rodar de los furgones sobre el hierro.
El maquinista miró con curiosidad
aquel grupo por algunos momentos, y en seguida se entregó a las rudas tareas de
su oficio. Algunos viajeros, asomados a las ventanillas, manifestaban en su
gesto la sorpresa que aquella escena y aquellos gritos les producían; otros
sonreían maliciosamente, y los dos guardias civiles que formaban la pareja que
custodiaba el tren, con todo el cuerpo fuera de la ventanilla, parecían tratar
de averiguar si se trataba de juego, burla o delito.
Todo este espectáculo pasó a los
ojos de María como un relámpago. Por instantes había ido esforzando la voz.
–¡Socorro! ¡deteneos! ¡Qué me mata
Colás, el hijo de mi amo! había gritado sucesivamente, y su voz no había sido
oída por nadie. En aquella barahunda que movían los coches y el vapor, los
gritos de María, dados con toda la fuerza de su garganta, sonaban tanto como el
zumbido de una mosca en una fragua.
Muy pronto el ruido comenzó a
ceder. El horroroso estrépito se convirtió casi de repente en un suave rumor
cada vez menos sensible, y en la dirección de la vía no se veía ya más que un
bulto negro rodeado de polvo y coronado de jirones de humo. Colás, que había
permanecido inmóvil, casi, como una estatua, los breves segundos que duró esta
escena, apenas se convenció de que ya no podía ser visto, volvió a sacar la
navaja, exclamando:
–¿Qué te creías? aquí nadie te
ampara.
María, ronca y desesperada,
convencida de que ya no había esperanza para su honor, prefirió entregar la
vida, y con la mano del brazo libre empezó a arañar en la cara a Colás,
iniciándose una lucha horrible.
Colás no quería herirla, porque no
era su muerte lo que buscaba; pero el dolor le hacía defenderse de los
puñetazos y mordiscos de María, y arrojando la navaja al suelo, comenzó a
golpearla con los puños tan furiosamente, que la joven, a los pocos segundos,
cubierta la cara de sangre y acardenaladas las mejillas, cayó sin sentido, como
muerta, en brazos de su verdugo.
………………………………………….
Un silbido lejano del tren que ya
no se veía y los cencerrillos de las cabras triscando alrededor de la choza,
fue lo último que oyó María antes de perder el sentido.
Sonidos que se confundieron, como
la indiferencia de los animales ante aquella escena se confundía con la de la
sociedad, que no puede hacer alto en su camino ni parar mientes ante el abuso
del fuerte contra el débil.
Blanco y Negro, 29 de abril de 1899
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