Un judío iba por el campo
entretenido en mirar las yerbecillas de que estaba sembrado. De pronto oyó
resonar la tierra bajo sus pasos, y dijo: Este sitio está hueco, y quizá
encierre algún tesoro. Si lo encuentro he de hacerme hombre de bien. El judío
cayó en tierra e hizo una zanja considerable, pero después de haberse cansado
extraordinariamente solo halló la boca de un pozo, que tal vez habría estado
cegado durante muchos siglos. Estaba considerando con tristeza el futo de su
trabajo, cuando vio salir del pozo una mujer mojada, transida de frío y
desnuda; pero como tenía una belleza deslumbradora, el judío la miraba con
embriaguez y sin pensar en taparla con su sobrehábito.
–Dime, ¿quién eres y por qué te
bañas en este pozo?
La joven contestó:
–Soy la Verdad.
El judío perdió el color y echó
a correr con toda rapidez, como si un judío y la Verdad no pudieran estar un
momento juntos.
La hermosa mujer, al verse
abandonada, se encaminó tranquilamente hacia la ciudad. El ver una mujer que
viaja desnuda no parece tan extraño en aquel país (un país muy cálido) como en
los climas menos favorecidos por el fuego del sol. Pasaron por su lado poetas,
mercaderes, y los hombres de peor especie: los aduladores.
Al verla, decían los poetas:
¡qué flaca está!; los mercaderes, ¡qué tonta es!, los aduladores, ¡qué miedo me
inspira!
Un cortesano voluptuoso pasó también
por su lado; era un rico hastiado de placeres, a quien solo le quedaban hoy
algunos caprichos. Se dignó reparar en que la Verdad tenía el cutis terso y
blanco, y con los modos más corteses y bondadosos la hizo montar en su palanquín.
Apenas se halló montada la Verdad, cuando vio pasar a la mujer del Emperador, y
como era la Verdad, dijo:
–Tiene cara de mala esa mujer.
El cortesano tembló al oír tales
palabras, y se creyó perdido, porque había una ley que prohibía hablar mal de
la capa de la Emperatriz.
Arrojó a la Verdad del
palanquín, diciendo: ¡qué loco he sido al cargar con esta charlatana! Llego la
Verdad a la puerta de la ciudad, y le preguntó a un mendigo donde podría pasar
la noche. No le hizo caso. Halló un escritor, y éste se la llevó a su casa,
figurándose que el hallazgo de joven tan hermosa iba desde luego a determinar
su fortuna.
El hombre en cuya casa se había
alojado la Verdad escribía un periódico, en el cual leían todas las mañanas los
personajes elogios grandes con motivo de sus pequeños actos. Así es que cundo iba
a casa de ellos, los criados tenían orden de darle parte del banquete
celebrado. La residencia en su casa de la hermosa viajera trastornó mucho los negocios
del pobre diablo. Tenía solo el periodista el tiempo suficiente para escribir
su boletín de adulaciones,.
La Verdad veía trabajar sin
decir una palabra, y después, al menor descuido del mentiroso, se levantaba
serena, inexorable, y borraba de un solo golpe todo cuanto el adulador había
escrito. El boletín faltó tres días seguidos.
El Visir, picado en estas faltas
y sabiendo, además que no había sido recogido por orden de la autoridad, porque
estaba siempre libre de este peligro, mandó llamar al periodista, y después de
haberle reconvenido duramente, le permitió que se justificara.
Le contó lo sucedido, y el
Visir, después de oírlo, lo dejó marchar, no sin dar visibles muestras de contrariedad
y de profunda inquietud, porque o tenía que mandar asesinar a la Verdad o esta iría
contando tal cual ellos eran, las cosas que había visto y sobre todo, lo que le
llenaba de cólera era el conocimiento que la Verdad tenía de las mentiras que
se estampaban en el periódico… él era mandado fuera para acrecer la conveniencia
de mando y engañar al Emperador.
Se decidió por lo más torpe: a
proceder contra Verdad. Mandó sacarla de casa del periodista y matarla
seguidamente a palos… y sin ruido. Pero al ir a mandar que su disposición fuera
cumplida, cambió de parecer. Hizo que le trajeran inmediatamente a su presencia
a la joven. Cuando se halló y se encontró solo en posesión de la Verdad, le
dijo a esta que necesitaba saber todo cuanto había de verdades en el ánimo de
sus amigos, y que pensaban y deseaban sus enemigos. La Verdad enmudeció porque,
según le dijo en su propia cara al Visir, harta le debía decir su conciencia de
los que en el fondo pensaban y sentían sus amigos y enemigos: estos te odian y
aquellos te explotan, y te insultarán después como te insultaron antes de que fueras
Visir.
Llegó el Emperador de paso por
el país, y se hospedó en casa del Visir, y este, temiendo que ocurriera algo
tremendo, hallándose allí la Verdad, mandó se la diera muerte. Cuatro emires,
la colocaron cuidadosamente entre dos enormes cojines de seda, ricamente
bordados de oro y muy perfumados, y con las mayores precauciones y delicadez la
ahogaron. Después arrojaron el cuerpo inanimado al paraje más hediondo del
jardín, hicieron un hoyo y lo llenaron de tierra, colocando encima césped y
arbolillos tupidos que cerraran el paso.
Los hombres poderosos de aquel
país creen que la Verdad ha muerto… pero se llevan chasco… porque no todos los
periodistas son como el que adulaba al Visir y a sus hechuras, y a la Verdad no
se le puede ahogar ni entre cojines de seda ni a golpes, porque, cuando menos
se la teme, aparece en un periódico o en un libro, hermosa y desnuda, como ella
es.
MARCHESE DI MARGA.
(Diario de Pontevedra,
9 de septiembre de 1897)