Se representaba aquella noche el drama
Chatterton, con el cual debutaba el
actor Bloncourt.
La obra, aunque olvidada, ofrecía
todo el interés de una primera representación.
Hay que convenir en que no
hubiera podido elegirse un Chatterton más seductor que Bloncourt. Hijo y nieto
de actores, tenía en las venas sangre de artista y deseaba demostrárnoslo
aquella noche.
En medio de todas aquellas manos
tendidas hacia la escena para aplaudir al protagonista del drama, notaba yo la
presencia de un hombre pálido, inmóvil y visiblemente emocionado. Era el padre
de Bloncourt, que había ido al teatro con objeto de asistir al triunfo de su
hijo. El buen señor cambiaba con frecuencia de sitio y recorría todos los pisos
del teatro, para estudiar en todos sus aspectos aquel éxito que en cierto modo,
consideraba como suyo propio.
Y a veces, los que aplaudían
volvían el rostro hacía él, como para hacer al gran artista de otros tiempos
partícipe de la victoria de su hijo y de su discípulo.
No hay gloria más breve que la de
los actores pues, apenas estos dejan de representar, se olvida de ellos el
público.
Pero esta vez, gracias a su hijo,
podía el viejo Bloncourt evitar los rigores de la terrible suerte reservada a
los cómicos que abandonan el teatro.
Veía surgir de su pasada gloria
otra gloria nueva y comenzar, al término de su vida artística, otra vida llena
de esperanzas. Por lo tanto, era grande la emoción del pobre hombre. Tenía al
escuchar, movimientos nerviosos, y a veces le temblaban los labios.
Después, durante los intermedios
se le veía discurrir por los corredores y escuchar lo que se decía en los
grupos. Y cuando le felicitaban y le estrechaban la mano para darle la
enhorabuena, se ponía encarnado y se ocultaba con una modestia paternal, verdaderamente
conmovedora.
Al pasar yo por su lado en uno de
aquellos instantes, no pude sustraerme a un movimiento de simpatía, y le dije
dándole la mano:
–Estará usted en extremo
satisfecho. Esto es lo que se llama un éxito de primer orden.
Sentí enseguida una mano helada y
cubierta de sudor que abandonaba bruscamente la mía.
–¡Cómo! ¿También usted me
felicita? ¡Está visto que no hay quien pueda comprender mi sufrimiento! ¡Ah!
¡Me ahogo, amigo mío! ¡Salgamos del teatro!
Y Bloncourt me sacó al vestíbulo.
–¡Qué aire tan puro! –exclamó –
He temido perder la razón ahí dentro. Hace dos horas que no oigo más que aplausos
y ovaciones que parecen una burla contra mí. ¿Le sorprende a usted lo que le digo?
Pues bien; sí, señor, estoy celoso de mi hijo. Esto es horrible, ¿no es verdad?
Pero ¿por qué me ha robado mi
papel? Sepa usted que era yo quien debía representarlo, pues el mismo de Vigni
me dijo ocho días antes de morir: «Bloncourt,
cuando vuelvan a poner en escena mi Chatterton,
cuanto contigo.» ¡Figúrese
usted con cuánta impaciencia esperaba yo esta ocasión para presentarme de nuevo
ante el público! Había estudiado a fondo mi papel, en el que había encontrado
efectos maravillosos, cuando una mañana entró mi hijo en mi cuarto, me alzó los
brazos al cuello y me dijo: «¡Estoy
loco de alegría! ¡Voy a representar la parte de Chatterton! ¡El muchacho tenía perfecto conocimiento de la promesa
que me habían hecho, peros sin duda se había olvidado de ella. ¡La juventud es
tan egoísta! En aquel momento me hirió mi hijo en mitad del corazón. Me dijo
que en un principio habían pensado en mí, pero que luego habían desistido de su
propósito. Creo que en cinco minutos envejecí como puede envejecerse en veinte
años. Si al menos hubiese tenido una palabra de ternura para mí, le habría yo
contestado sencillamente; «No
hagas ese papel, porque me matarías de pena.» Y estoy seguro de que habría accedido a mi súplica,
porque el chico me quiere de verdad. Pero el orgullo me contuvo. Después hablamos
del papel y hasta me pidió algunos consejos.
Hacía dos meses que tenía yo el
ejemplar en mi mesa. Lo leímos juntos y le expuse mi parecer acerca de la interpretación
de la obra. ¡No puede usted figurarse lo que sufrí durante aquella lectura! Y,
sin embargo, todo aquello nada significa comparado con el martirio de esta
noche. No he debido venir al teatro, pero no he podido resistir a la tentación
de ver lo que aquí ocurría. Además, han pesado mucho en mí animo la curiosidad,
y ¿por qué no decirlo?, la secreta esperanza de notar que alguien se acordaba
de mí y de que oía decir a alguno de mis antiguos admiradores: «¡Ah, si Blancourt,
padre, hubiese desempeñado ese papel!»
Pero, nada. ¡Ni una palabra de consuelo! La gente no se ocupaba más que de aplaudir.
No obstante, hay que confesar que mi hijo no interpreta bien ese papel. Lo que
es a mí no me ha gustado. Cuando se presentó en escena creí que iban a
silbarle. A mi juicio no sabe ni andar ni moverse de un modo conveniente. Y
luego, en la gran escena con Ketty cuando Chatterton…
Y el pobre hombre comenzó a detallarme
los defectos de su hijo, imitando sus ademanes y sus entonaciones. Lo cual no
impedía que a cada momento oyésemos los aplausos que el público tributaba entusiasmado
al novel artista.
–¡Aplaudid! – decía el
infortunado cómico. –¡Aplaudid hasta destrozaos las manos! Es joven, y el serlo
constituye su mérito principal ¡Yo soy viejo, y por lo visto no sirvo ya para
nada!
Después, bajando la voz, y como
hablando consigo mismo añadió:
–¡Es incomprensible lo que me pasa!
Ese muchacho me roba el nombre, la gloria, todo cuanto poseo, y sin embargo no
puedo dejar de quererle. Después de todo, es mi hijo. La desdicha estriba en
haberle dedicado a mi profesión, habiendo podido consagrar a otra causa su inteligencia.
Al menos podría mostrarme orgulloso de él a mis anchas y no sufriría el dolor
de ver borrados mis éxitos de treinta años por su primer día de triunfo.
En aquel momento comenzaba el
público a salir del teatro.
Un murmullo de aprobación circulaba
por entre la multitud, murmullo que no había de tardar en difundirse por todo
París.
El pobre viejo, apoyado en un
pilar y aguzando el oído, recogía los elogios de los últimos espectadores
cuando de pronto irguió el cuerpo, y con voz ronca me dijo:
–¡Adiós, amigo mío!
–¡Bloncourt! ¡Bloncourt! ¿Adónde
va usted?
El desconsolado actor volvió hacía
mí sus ojos, inundado de lágrimas, y me contestó:
–¿Qué a dónde voy?... ¡Qué
demonio! ¡Voy a abrazar a mi hijo!
ALPHONSE
DAUDET
(Diario
de Pontevedra, 11 de noviembre de 1897)