Nada había en Asunción que
atrajera las miradas e hiciera que la atención se fijase en ella, obligando a
los hombres a volver la cabeza para verla pasar, o detenerse sorprendidos al
hallársela de frente; ni fea ni bonita, en su rostro no se percibía ninguno de
esos rasgos característicos por los que pudiera algún adepto de Lavater o
aficionado de Gall, hacer cálculos más o menos exactos y perderse en conjeturas
más o menos racionales sobre su carácter y cualidades íntimas; formando en las
filas de muchachas vulgares, ni con su presencia excitaba poderosamente los
sentidos, ni el corazón aceleraba sus latidos al contemplar los nada notables
encantos que la adornaban.
Tampoco en su trato se descubría
otra cosa que la coquetería innata de la mujer, el deseo de agradar, sin que
diera, al parecer, importancia a las lisonjas que pudieran dirigírsela; sus
aspiraciones no parecían traspasar la esfera dentro de la que giran la mayor
parte de las muchachas, reduciéndose a encontrar un hombre que la condujera al
altar, y a cuyo lado se deslizaran apaciblemente sus días, viviendo con él vida
tranquila y burguesa.
Por eso al principio nadie dio
crédito a una tan estupenda como inesperada noticia, hasta que muy pronto se
vio confirmada, por decirlo así, oficialmente; la reducida sociedad en cuyo
círculo hubo de moverse hasta entonces Asunción, se hallaba sorprendida y
maravillada sin acertar a explicarse aquella fuga con un hombre que por su
estado y condición se hallaba imposibilitado de poseerla legítimamente; los
viejos, en especial, se sintieron estremecidos de indignación y de ira ante
aquel escarnio de toda la ley divina y humana, ante el ultraje inferido a la
sociedad, y lanzaban tremendos anatemas contra la corrupción de unos tiempos
tan distintos de los suyos, en que si no se burlaban abiertamente las conveniencias
sociales, se ocultaban con hipocresía todas las infamias, y se cubrían con el
velo del misterio más bajos y repugnantes crímenes.
Esto último no lo decían, por supuesto,
ni aún lo pensaban aquellos nobles ancianos, como tampoco se detenían a analizar
precedentes e inquirir las causas que pudieran haber determinando aquel
desenlace para descubrir, acaso, disculpas o atenuantes a la conducta de
Asunción, se resistían tenazmente a investigar el génesis de tan violenta
pasión, siguiéndola en su desarrollo hasta el momento en que comenzaron a
tocarse los resultados; y eso que la historia de aquella alma era por todo
extremo interesante y transcendental, pues podía derramar mucha luz sobre el
proceso psíquico de su pasión y poner de relieve la saludable influencia y los frutos
óptimos que produjera aquella rigidez de principios tan decantada por ellos.
***
Poseedora Asunción de alma de
bacante: encerrada en un cuerpo virgen, trató, seducida por las máximas de la
rígida y estrecha educación que recibiera, suprimir sus primeros ardores, no
logrando sino exasperarlo; pues en vez de encauzar las incontrastables energías
de la materia, dándolas un legítimo empleo y dirigiéndolas por rumbos lícitos,
fin a que debe tender siempre la medicina de las pasiones, quiso, contrariando
las sabias disposiciones de la naturaleza, que para algo dotó a la juventud de
esa exuberancia de fuerzas, de esa plétora de actividad, extinguirlas,
matarlas, haciendo enmudecer los clamores del organismo rebosante de vida, necesitada
de acción; pretendió, arrastrada de exagerado temor, apagar el volcán de deseos
que bullían en su pecho negándoles hasta lo más inocente y menos peligrosa
expansión, y no hizo sino amontonar combustibles, que habían de producir
fatalmente una terrible explosión.
Por el pronto, pudo, con
soberano impulso de su voluntad firme y decidida, sobreponerse a las furiosas
ansias que la hostigaban y de que se veía constantemente asediada, entregándose
a todas las prácticas de una exagerada y mal entendida piedad; pero no acertó a
dominar su extraviada fantasía, que la representaba de continuo escenas de suprema
voluptuosidad, sus sueños se veían poblados de fantasmas lúbricos que la brindaban
inefables goces, se veía estrechada por unos brazos que la oprimían nerviosamente,
mientras que unos labios ardientes buscaban ávidos los suyos, y escuchaba anhelante
suspiros que demandaban caricias y prometían placeres desconocidos.
Y, ¡qué horrible era el
despertar! Saturado su espíritu de las amargas emanaciones de la excitada
sensualidad, casi impotente la voluntad para detener el vertiginoso vuelo de la
fantasía que gracias a la velocidad adquirida durante el sueño, bogaba aun por
la embriagadora atmósfera de placer voluptuoso, muda y callada la razón, casi
atrofiada por falta de ejercicio; perdida la voz de la conciencia entre el tumultuoso
e incesante clamor de los sentidos; desvanecido el sentimiento del deber,
arrollado por los embates de apetito, que, incitado ya de modo ideal en los
goces, aunque efímeros, rebosantes de atractivos, de la pasión satisfecha,
anhelaba verlos encarnados en la realidad, percibía, lleno de angustia el
corazón, como iban debilitándose lentamente sus energías y perdiendo cada día
más terreno en sus resoluciones; notaba como poco a poco el desaliento
penetraba en su corazón, obsesionando a su espíritu la idea de que llegaría a
sucumbir sin remedio… y cerrando los ojos para no ver el abismo de infamia en
que iba a hundirse, soñaba con transacciones precursoras de inevitable derrota,
y hacía a la carne concesiones que había necesariamente de arrastrarla a
vergonzosas capitulación, a esclavitud degradante.
¿Quién, en vista de tan
propicias circunstancias, y tan abonadas condiciones, podría maravillarse de la
caída de Asunción? ¿Cómo no sucumbir ante los fuertes y porfiados ataques dirigidos
a su virtud por un hombre que, adivinando el lamentable estado de su alma, no
perdonó medio ni economizó esfuerzo para desvanecer sus escrúpulos y arrojarla
del último baluarte a que hubo de acogerse?
La resistencia era imposible; sin
fuerza sus armas, teniendo el enemigo quien secundara sus planes dentro mismo
de la fortaleza… y, sobre todo, luchando sin fe, falta de apoyo, solo en las áureas
del combate, la derrota era una cosa fatal, inevitable, necesaria. Que, sin
menoscabo de su libertad, rigiese el espíritu por leyes tan inmutables como las
que presiden el mundo material-
Si no saben escogerse los medios
más aptos; si las obras de defensa se hallan cimentadas sobre movida arena, y
no se rodea la fortaleza de inexpugnables trincheras, su rendición no es, ni
puede ser imputable a la negligencia o cobardía de sus defensores, sino a la
torpeza de quienes, debiendo no quisieron guarnecerla, poniéndola en
condiciones de resistir cualquier ataque, dotándola de un armamento inútil, o
tal vez, perjudicial.
JENARO
GONZÁLEZ CARREÑO
(Diario
de Pontevedra 22 de julio de 1897