Pertenece al grupo de la gente
conocida. Frecuenta los salones del gran mundo, es socio de los principales
casinos, asiste a los teatros en los días de moda, visita durante los estíos
las playas concurridas y elegantes, conoce a medio Madrid y feliz e
independiente vive con holgura de las rentas de una fortuna cuantiosa que no
tuvo el trabajo de ganar, porque limpia y saneada la heredó de sus padres. En
las carreras de caballos o en las corridas de toros, en casa de Lhardy a la
caída de la tarde, en los paseos, en los teatros, en las reuniones aristocráticas,
podréis verle, siempre acicalado y compuesto, vestido con corrección exquisita,
como que al atavío y adorno de la propia persona dedica la atención más nimia y
escrupulosa, paseando por doquiera su tranquila y feliz indiferencia, que,
siendo cualidad esencialmente negativa, forma, no obstante, la base de su
carácter.
Es locuaz y atractivo, y fluye a
raudales de su boca una charla insustancial y ligera, en la que jamás, ni por
casualidad, puede atisbarse pizca de fundamento. Jamás le ha sucedido nada, y
huérfano, joven todavía y rico, ha pensado en casarse porque en eso como en
todo, sigue, sin darse cuenta, la corriente de las costumbres sociales. Juega sin
pasión, caza sin entusiasmo, enamora sin cariño, lee sin interés y pasa por la
vida sin adivinarla siquiera, envidiado por muchos que, al verle bullir en una atmósfera
en que hay alegrías y tristezas y agitación, juzgan que de todo ello participa,
sin saber que su ser, cerrado a todo sentimiento íntimo y profundo, rechaza por
naturaleza todo movimiento afectivo y todo conocimiento real de las cosas, como
la húmeda frescura de las aguas al cuerpo impermeable en ellas lanzado.
Tipo más común de lo que parece
será siempre animado problema para el psicólogo y extraña esfinge para todo
hombre que merezca toda calificación; que no es tarea fácil averiguar como, por
qué y de que rara manera puede gozar la inconsciente vida del mineral y de la planta
un organismo dotado de nervios para sentir, de mente para pensar y de entrañas
para sufrir. Por si algún perspicaz observador puede dar con la clave de
ejemplar tan curioso de lo que pudiera llamarse la fauna humana, no será ocioso
referir como ha transcurrido para él uno cualquiera de sus últimos días,
eslabón suelto de su misteriosa cadena, con que el tiempo se encarga de
llevarle desde la cuna al sepulcro.
Se levantó a las diez de la
mañana y empleó una hora muy cumplida en su tocado. Era domingo y oyó misa en
Calatravas; quiero decir que entró en la iglesia, saludó aquí y allá porción de
caras conocidas, se hizo cruces sin pensar palabras cuando vino al caso, dobló
la rodilla en el momento oportuno y se plantó en la calle una vez cumplidos de
tal modo lo que entiende sus deberes religiosos. Se volvió a su casa tras el
obligado paseo por la calle de Alcalá, y saboreó suculento almuerzo. Cambió de
traje y encaminó sus pasos hacia el domicilio de un enfermo. La lista colocada
en el portal, encabezada con la noticia de que se había perdido toda esperanza
de salvar al doliente, fue firmada después de revisarla con el mayor cuidado
para saber los nombres que precedían al suyo.
La nueva, tratándose de antiguo compañero
de colegio y constante camarada de la vida madrileña, no le dio frio ni calor.
Solo calculó mentalmente, que si el paciente se moría y lo enterraban al día
siguiente por la tarde, no podría él asistir al tresillo de la generala
González. Trabó conversación en la calle con el director de un periódico y le acompañó
hasta la puerta de redacción; esperaba aquél telegramas importantes de la
guerra y le invitó a que subiera, lo cual efectuó de buen grado. Habían llegado
efectivamente y pudo enterarse de que en un sangriento encuentro con los
mambises, y costando sensibles bajas, nuestro valiente ejército se había cubierto
una vez más de gloria. Y la noticia le alegró muchísimo… porque podría ser el
primero en darla a cuantos encontrara en la reunión de tarde de la marquesa de
Paranzales, a donde se trasladó enseguida. Fue el héroe de la brillante sociedad
por lo fresco de la nueva, y gozó de un triunfo sin importarle un ardite la
parte esencial del acontecimiento. Se volvió satisfecho a su casa, comió, y
vestido de frac, tras un rato de charla en la Peña, se trasladó al Real.
Mediaba el segundo acto cuando entró en el teatro y charló de lo lindo con sus
vecinos de butaca sin oír una sola nota; los primores de la partitura, obra maestra
de excelso compositor, fueron tan solo acompañamiento inatendido por quien, de
palco en palco, repartió saludos, sonrisas y gárrula conversación, empapada de murmuración
menuda e insignificante. Se fue desde el Real al Casino, jugó un rato, y
sosegado e indiferente, se volvió a su casa con la conciencia tranquila de
quien no se ha causado mal alguno.
Virtud absolutamente negativa,
ni piensa, ni en nada se emplea, ni siente ni padece. Ese día tipo es uno más
de su existencia. Visitó la iglesia y no levantó su alma a Dios; supo que el amigo
agonizaba, y el corazón latió tranquilo e indiferente; le dijeron que España
había adquirido para su corona laureles empapados en la sangre generosa de sus
hijos, y la suya corrió en sus venas sosegadas y muelles, sin que un átomo de
caluroso entusiasmo la calentara; asistió al teatro, y ni siquiera dedicó un
segundo de atención a las maravillosas bellezas del arte.
Imposible averiguar de qué
arcilla animada está formado un hombre que en contacto continuo con la vida, no
vive sin embargo. Si se le arranca su traje bello y elegante, aparecerá debajo
una estatua de carne que respira y alienta; mas todos los fisiólogos del mundo
no podrán convencerme de que si rompo esa viviente escultura, habré de
encontrar dentro un corazón.
ENRIQUE CORRALES Y SANCHEZ.
(Diario de Pontevedra, 26 de
julio de 1897)