El matrimonio era feliz. Se
habían casado enamorados el uno del otro hacía poco más de dos años, y un
lindísimo angelillo, rubio como la madre estrechó aún más el sagrado vínculo; están
rematadamente chiflados con el chiquillo, en el que la pasión paternal veía un
sin fin de gracias y monerías que aún no habían germinado en el cerebro del chiquito.
¡Pero vaya usted a convencer a los papás primerizos de que ven visiones! Lo
cierto es que la dicha anidaba en aquel lindo hotelito, embalsamado por las
madreselvas, los heliotropos y los rosales que se ceñían como un cinturón de
aromas y colores.
Él, Juanito, había tenido una
primera juventud borrascosa, muy enamorado, listo y decidido, tuvo gran partido
entre las mujeres, y sobre todo, en su época de estudiante fue un verdadero
Tenorio de talleres y bailes. A fuerza de severas represiones pudo conseguir su
padre que Juan terminara la carrera de abogado, aun cuando no la ejerció después
porque tenía sobrada fortuna con el par de mil consejos que heredó de la madre.
Sentó, por fin la cabeza, y el azar, con sus dedos invisibles, le condujo al
lado de María, a la que entregó su corazón y su nombre.
María era un ángel. Sus virtudes
corrían parejas con su belleza, y tanto era admirada por unas como por la otra.
Ella, sin embargo, no daba lugar
a que ningún hombre, atraído por esa misma belleza, traspasar los límites de la
galante cortesía; y esta conducta irreprochable hacía que Juan no diera cabida
en su pecho a la venenosa sierpe de los celos.
Y así se deslizaron los dos años
que llevaban del matrimonio sin la más ligera nubecilla que oscureciera el
límpido cielo de aquel hogar, nido de sus amores.
De cuantas aficiones tuvo Juan
de soltero, y fueron muchas y variadas, solo conservó, después de su matrimonio,
una: la caza. A esta honesta diversión dedicaba algunos días de su tranquila
existencia con algunos, muy pocos, amigos de la infancia.
En una de estas excursiones al
monte, María buscó en la biblioteca de su marido un libro que entretuviera los
dos o tres días de ausencia de su querido Juan.
Repasó los estantes y no
encontró libro de su gusto, porque la mayoría de ellos los había leído ya.
Por fin, allá arriba, en el último
estante, y en el último rincón, halló uno encuadernado en pergamino amarillento.
La misma rareza del librote hizo que María se decidiese por él. Debía de ser
uno de esos libros que encierran la ciencia antigua, tan rebuscada por los
sabios; leyó el título Pandectas;
vaya un nombre raro, se dijo; nada, este será mi libro de hoy. Y María se sentó
en una butaca; abrió el libro y se dispuso a tragarse aquellas hojas de color
de cera.
¡Qué aburridas eran! Decisiones
jurídicas del derecho de la antigua Roma. María se aburría soberanamente y
pensó cambiar de lectura. Comenzó a hojearle con rapidez y vio cruzar por entre
el abanico de las hojas un papel suelto.
Buscó despacio hasta encontrarle
y dio con él. Era una carta que sin duda sirvió de señal. La comenzó a leer con
muestras de gran interés. Decía lo siguiente:
«Juan, tu conducta va siendo
sospechosa para mí. Te olvidas de que en mi seno llevo un pedazo de nuestro
amor, que acusa un desgarrón en mi honra, y tú tienes el deber de repararla. Si
así no lo haces, no seré yo quien te recrimine; te dejo entregado a tu propia
conciencia. Solo te recordaré que se aproxima el día fatal que tanto temo y
tanto deseo. Siempre tuya. Rosario.»
El rostro de María se tornó
pálido, su cabeza se inclinó sobre el pecho y los brazos cayeron a lo largo del
cuerpo. ¡Qué descubrimiento tan triste para ella! ¡Su Juan, su querido Juan,
tenía otro hijo que no era de ella! Las lágrimas rodaron por su rostro de
virgen y se perdieron entre los encajes de su bata.
De pronto chispearon sus ojos,
se colorearon sus mejillas y volvió a coger la fatal carta para buscar la
fecha. No la tenía. Los celos hicieron presa en su corazón. Guardó la carta en
el bolsillo y colocó las malditas Pandectas
en su estante. Ella aclararía el misterio que la habían ocultado tanto tiempo.
Las horas pasaron; horas tristes, regadas con lágrimas amargas, pero que en
nada amenguaban el amor intenso que sentía por su marido.
Cuando Juan tornó de la partida
de caza con sus amigos, encontró a María como siempre, risueña y amorosa.
Durante la comida reinó la mayor confianza. Terminada que fue, al servir María
el café, deslizó en la mano de uno de los amigos de su marido un doblado papel.
Una cita en sitio y hora determinados.
El amigo de Juan, no volvía de
su asombro. ¡La virtuosa María la esposa casta de Juan dándole una cita a él!
¡Qué pensar de ella! El tiempo, corto por cierto, pondría en claro la
situación.
María salió al día siguiente muy
temprano. Cuando Juan se levantó del lecho preguntó por ella y le dijeron que
había salido temprano y aún como había vuelto. ¡Cosa más rara!... pensó Juan;
salir ella temprano y tardar tanto.
Al volver María, la interrogó
con naturalidad sobre su salida y tardanza y María se turbó algo al contestar.
Las sospechas asaltaron el corazón de Juan, pero disimuló cuanto pudo.
Algunos días después, María,
alegre y contenta, entró en su hotel y le dio una orden reservada al portero y a
la doncella, no sin que fuera observada por Juan entre las persianas de su
despacho. María entró derecha a ver a su marido, el cual fingía leer en un libro
con mucha atención; le fue a dar el beso de costumbre, pero él la separó
diciéndole:
–Déjame, déjame ahora, porque
estoy muy ocupado consultando un asunto de gran importancia.
–¿De abogado?
–Sí, de abogado –replicó con más
energía Juan.
–¿Estás incomodado conmigo?
–Yo… no ¿Por qué me lo
preguntas?¿Has hecho tú algo que pueda molestarme?
–Yo… nada; pero me parece
encontrar en ti una sequedad que no acostumbras a usar conmigo. Además dices que
estudias un asunto de abogado, cuando no ejerces… ¿Quieres que almorcemos,
Juan? – añadió María.
–Sí, vamos; aun cuando no tengo
apetito.
–Ya verás como en cuanto
empieces a comer…
Y el matrimonio salió del
despacho, él con ese ceño que demuestra la contrariedad y el mal humor; ella
sonriente y rebosando una satisfacción interna.
En el comedor, sentados a la
mesa en sillas altas, había dos niños, uno mayor que el otro.
–¿Qué chiquillo es ese?– preguntó
Juan.
–Un amiguito de nuestro hijo; ¿y
te desagrada?
–No; pero me gustan poco los chiquillos,
como no sea el mío.
–Pues entonces… tranquilízate;
porque ese niño es el hijo de… la pobre Rosario, Juan, que murió al darle a
luz.
–¡Eres un ángel, maría! ¿Un
verdadero ángel! Y yo, un miserable, que he dudado de ti. ¡Perdóname si te he
ocultado una falta que cometí en mi juventud y que tú reparas hoy con un acto
generoso!
–¡Oh! Ya ves que estás
perdonado. Desde hoy tenemos uno más, Juan.
Y María dio un beso a cada niño
FRANCISCO
CORTÉS
(Diario
de Pontevedra, 14 de junio de 1897)