Hace dos años me encontraba
accidentalmente en Madrid.
Corría el mes de agosto.
Una noche, terriblemente calurosa,
una de esas noches en que se hace casi imposible la respiración, aburrido del
barullo que reina a todas horas en las calles de la coronada villa, me dirigí
hacia el Prado.
La luna, esa casta diosa del
silencio, como dicen los poetas, se pavoneaba entre grupos de nubes blancas y
vaporosas.
Yo, que soy tan vulgar como puede
serlo un aragonés, levanté los ojos para ver si podía descubrir esa dulzura,
esa candidez y hasta esa sonrisa que los vates le atribuyen.
Por desgracia, y después de un
detenido examen, me convencí, como siempre, de que su estúpida fisonomía
parecida a las de ciertas viejas coquetas, no ha representado ni representará
nunca más que la insensatez y la indiferencia.
Me hallaba sumido en estas
reflexiones, cuando, una nube de angelitos medio desnudos vino a sacarme de mi
meditación.
Me tendían sus pequeñas manos,
pidiéndome una limosna.
Metí la mía en el bolsillo de mi
chaleco, con objeto de que me dejasen en paz; pero en aquel instante creció la
confusión en torno mío.
–¡A mí! ¡a mí! dijeron una porción
de voces infantiles; y me sentí cogido por todos lados, como si hubiese
cometido algún delito.
Estuve por desmayarme, pero lo
dejé para mejor ocasión.
¡No había un solo banco
desocupado!
Saqué, por fin, la codiciada
moneda, y ya me disponía a entregarla al que se hallaba más próximo, cuando
distinguí, detrás de todos aquellos muchachos, a unan niña que a los más podría
tener seis años.
Se hallaba recostada en un árbol y
me miraba tristemente.
A su lado, había un niño lleno de
harapos, raquítico y enfermizo.
La moneda que iba a cambiar de
dueño de un instante a otro, se detuvo un momento en el espacio.
Un murmullo de descontento se dejó
oír a mi alrededor.
Las miradas de todos, siguiendo la
dirección de la mía, se fijaron al instante en la pobre niña que había llamado
mi atención.
Era una rubia de ojos azules, lo
más bello que puede imaginarse.
Su carita, sucia por el polvo y la
poca limpieza, aparecía como encerrada en un marco de cabellos de oro, crespos
y ensortijados en las puntas.
Los ojos eran grandes, muy
grandes; la nariz correcta, y entre sus labios, despellejados por la
intemperie, aparecía, semejante a las teclas de un piano, una blanca hilera de
dientes.
Por último, de su oreja izquierda,
pequeña y de una forma admirable, pendía, sujeta por un hilo blanco, una
voluminosa bellota.
¡Extraña coquetería que no dejó de
impresionarme vivamente!
Si Delaunay, ese pintor francés,
que tan bellos grupos de niños ha dejado a la posteridad, la hubiese visto, de
seguro la hubiera escogido para modelo de su obra maestra.
Yo me acerqué a ella, y le
entregué la moneda que, de otra manera, hubiese pasado a manos de aquellos
rapazuelos.
Pero al conocer mi atención,
redoblaron sus gritos, y se lanzaron en mi camino para impedirme el paso,
diciendo al mismo tiempo:
–¡No le dé usted a esa, no le dé
usted a esa, porque es tirar el dinero!
–¿Y por qué? pregunté al que se
hallaba más inmediato.
–¿Qué por qué? me contestó; no
sabe usted quien es, cuando trata de darle limosna.
–¿Quién es? repliqué entonces,
temiendo haberme encontrado con alguna de esas estafas tan frecuentes en la
corte.
–¿Quién ha de ser? me contestaron
en coro: la Generosa.
Y rodeando a la niña, empezaron a
saltar a su lado, diciendo al mismo tiempo, con ese tonillo particular que usan
los chicos de los barrios bajos de Madrid:
–¡Generosa! ¡Generosa!
Después huyeron en distintas
direcciones, no sin dirigirme de vez en cuando miradas burlonas que no sé como
tuve paciencia para sufrir.
Me quedé, pues, con la Generosa que, en aquel momento, acariciaba
al niño que tenía a su lado.
–¿Por qué te llaman la Generosa? le dije.
–¡Por nada! me respondió con una
vocecita dulce y pausada.
Había un puesto de agua, no muy
lejos del sitio donde me hallaba, y llamé a la mujer que estaba en él, para que
me trajese una silla y agua con merengues.
Coloqué la primeara delante de la Generosa, me senté, y le ofrecí uno de
los segundos.
Pero antes de llevárselo a la
boca, me dio las gracias, con una sonrisa muy expresiva, y se lo dio al niño
que se hallaba junto a ella.
Este lo comió con avidez, dejando,
sin embargo, un poco que ofreció a la Generosa,
pero que no lo aceptó, y le obligó que se lo comiese por completo.
–¿Por qué te llaman la Generosa? la pregunté otra vez, no
cansándome de admirar aquellas facciones tan puras y delicadas.
La niña vaciló un momento: me
dirigió una larga mirada, como tratando de sondear mi corazón, y pareciendo
satisfecha de su examen, me dijo lo siguiente:
–Si me da usted palabra de no
reírse, se lo contaré.
–Te lo juro; le respondí, y al
mismo tiempo, y con objeto de darle una prueba del interés que me inspiraba,
saqué otra moneda del bolsillo y se la di.
La Generosa hizo con ella la misma operación que con el merengue; se
la entregó al niño.
Encendí un cigarro, creyendo que
iba a escuchar una larga narración, y esperé lleno de curiosidad.
No tuve que aguardar mucho, porque
la niña, sonriéndose tristemente, me dijo estas palabras:
–Yo me llamo María, pero todo el
mundo me llama generalmente como acaba usted de oir hace poco, porque dicen que
tengo la mala costumbre de dar cuantas limosnas recibo.
–¿Y por qué haces eso? la dije.
–Toma, me contestó, ¡porque me dan
lástima! y rodeó con su brazo el cuello del niño, que me miraba con curiosidad.
–¿De manera que ese niño?...
continué.
–Es el de esta noche; me
interrumpió con la mayor naturalidad.
No comprendiendo bien su
respuesta, la dije:
–¿Qué quieres decir con eso de es el de esta noche?
–Nada, sino que esta noche le ha
tocado a este, como mañana le tocará a otro.
–¿Y todas las noches buscas a un niño,
y le das todo lo que a ti te dan?
–Si señor, como son pequeñitos,
los mayores les quitan todo lo que llevan, y luego, al volver a sus casas, les
pegan sus padres porque no han recogido nada.
–¿Pero ese niño y los demás que
buscas otras noches, no son parientes tuyos ni conocidos siquiera?
–No, me respondió; y eso ¿qué importa?
les pegan y yo no quiero que les peguen.
–¿Y a ti no te pegan si vuelves a
casa sin haber recibido nada?
–¡Ay! sí, dijo, y sus rubias
pestañas se humedecieron ligeramente.
–De modo que esta noche… añadí,
creciendo mi asombro por momentos.
–Esta noche, respondió la Generosa, me pegarán también, pero… y
miró dulcemente al niño raquítico, no le pegarán a Juan, que es más pequeño que
yo, y se moriría. Y sus ojos, en los que antes brillaban las lágrimas, se
fijaron en Juan, tan claros y serenos como la noche. Sentí que se me oprimía el
corazón, y no acertando a explicármelo en el momento, volví a insistir en mi
eterna pregunta, para ocultar a la vez mi turbación.
–¿Y por qué, a pesar de que te pegan,
te muestras tan caritativa con esos niños a quienes no conoces?
La Generosa se encogió de hombros, y me contestó como la primera vez
que la hice la misma pregunta:
–¡Toma, porque me dan lástima!
En un momento de entusiasmo, y sin
saber lo que hacía, la abracé, imprimí en su frente un beso, la volví a dar más dinero para que no les pegasen
aquella noche a Juan ni a ella, y me alejé de aquel sitio. Pero aún no había
andado veinte pasos, cuando volví otra vez, impelido por una fuerza misteriosa
y sobrenatural.
Aquella noche, lo confieso
francamente, se sentaron dos personas más a mi modesta mesa de estudiante.
Esas dos personas fueron Juan y la
Generosa.
Pasaron dos meses sin que volviese
a ver la preciosa niña, cuyos sentimientos me habían impresionado de tal
manera.
Alguna vez que otra, su recuerdo
venía a ocupar mi mente, pero desparecía presto, para dar lugar a otros más
graves y profundos que en aquel entonces embargaban mi ánimo.
Una tarde de otoño me hallaba
parado en la calle de Sevilla.
Sentí deseos de fumar, saqué mi
petaca, cogí un cigarro, y lo acerqué a mis labios.
Llevé la mano a uno del los
bolsillos de mi pantalón, y adquirí la dolorosa certeza de encontrarme únicamente
con el forro.
Afortunadamente, la clase de
fosforeros en tan numerosa en Madrid, que no me afligió demasiado mi mala
fortuna.
Busqué uno con la vista, y no muy
lejos, sentada en un portal distinguí a una niña que pregonaba la mercancía de
que yo carecía en aquellos momentos.
¡Pero cuál sería mi sorpresa cuando
reconocí en ella a la Generosa!
Llevaba un pequeño cajón,
pendiente del cuello, y estaba mucho más pálida que cuando la conocí.
Me acerqué a ella, y le dirigí la
palabra.
Al momento me conoció, y
sonriéndose alegremente, me ofreció la caja más bonita que pudo encontrar en su
pequeño almacén.
Hice una exploración en el
bolsillo de mi chaleco, después de haberla dirigido algunas frases cariñosas, y
de repente, me puse aún más pálido que ella.
La desgracia me perseguía indudablemente
aquel día; había olvidado el dinero.
Y la pequeña mano de la Generosa, continuaba entre tanto con la
fatal caja entre sus dedos, y aproximándose poco a poco a los míos.
Sin saber lo que hacía, tomé la
caja y saqué un fósforo, que procuré apagar, para dar tiempo a que pasase por
allí algún amigo caritativo que me socorriese en mi infortunio.
Desgraciadamente, no vi ninguno, y
traté de encender otro fósforo.
El segundo tuvo la misma suerte que
el primero
Y el esperado amigo no aparecía!
–¡Qué malos fósforos tienes, Generosa! le dije para disculparme.
Los fósforos no podían ser más excelentes.
La pobre niña no me contestó; pero
me miró de una manera que no pude menos de recordarla.
Aquella mirada, que pesaba sobre
mí como una maza de hierro, era la misma que había lanzado a Juan el raquítico,
la noche en que la conocí, al contestar a mis repetidas preguntas con su eterno
estribillo: ¡me da lástima!
Después, y haciendo como que no
había advertido mi turbación, ni conocido que me encontraba sin dinero, prosiguió
su camino, gritando de vez en cuando con una voz dulce y armoniosa, como deben
ser las de los ángeles:
–¡Papel y fósforos!
La generosidad de la Generosa me conmovió de tal modo que, sin
saber lo que hacía, tomé a buen paso la calle de Alcalá, y no paré hasta encontrarme
en mi cuarto.
Allí reflexioné que debía haber
preguntado a la pobre niña que tan pródiga se había mostrado conmigo, las señas
de su domicilio, para recompensar debidamente su noble acción. Atormentado por
esta idea, tomé el sombrero y salí.
Bien pronto me encontré en la
calle de Sevilla, la recorrí en todas direcciones, no quedó un rincón en las inmediatas
que no escudriñase, pregunté a todos los fosforeros que hallé al paso, pero
todo fue en vano: no volví a ver a la Generosa.
Un accidente imprevisto me obligó
a salir de Madrid.
Terminado aquel, regresé a la
corte.
Una noche del mes de noviembre,
caía el agua a jarros, como vulgarmente se dice.
Volvía del teatro, impresionado
todavía por los sublimes conceptos de una de las mejores comedias de nuestro
repertorio antiguo.
Al pisar el umbral de la puerta de
mi casa, tropecé en un bulto informe que se movió al contacto de mi pie, y surgió
ante mí como una aparición fantástica.
Lancé un grito de alegría, y la
estreché en mis brazos.
¡Era la Generosa!
–¡Mi madre se muere! señorito, me
dijo, y rompió a llorar amargamente.
La cogí en mis brazos, y un minuto
después nos hallábamos en mi habitación.
–¡Cuántos me alegro de haberte
encontrado! le dije; tengo una deuda contigo, es necesario que la satisfaga; y
llevé la mano al bolsillo de mi chaleco.
Pero la Generosa me tendió la suya, impidiendo que la mía llegase al punto
a que se dirigía.
–¡Mi madre se muere! añadió, y su
acento era más triste que la vez primera.
–¿Dónde vive? le pregunté, sin
darle lugar, apenas, para que terminara la frase.
–En la Costanilla de los
Desamparados, núm. 15, cuarto quinto; me contestó.
Tomé papel y pluma, y escribí una
carta para mí médico.
Mientras lo hacia, me acordé de
aquel miserable niño a quien ella protegió, y que se llamaba Juan.
–¿Y Juan? le dije.
–¡Murió! repuso la Generosa, y el caudal de perlas que brotaba
de sus azules ojos, se hizo más copioso durante algunos momentos.
–¡Pobre Juan ¡ exclamé al mismo
tiempo que cerraba la carta.
–¡Pobre Juan! murmuró la Generosa, enjugándose los ojos con las manos.
Se la entregué, diciéndole la
calle a donde debía encaminarse, le di cuanto dinero llevaba en el bolsillo
para que comprase las medicinas que fuesen necesarias, acerqué mis labios a
aquella frente tan pura como la de un querubín, y me despedí de ella hasta el
día siguiente, prometiéndome ir a su casa y acudir con cuanto me fuese posible
al alivio de sus necesidades.
La Generosa, sin darme las gracias, más que con un gesto encantador,
tomó mi modesta dádiva, y bajó apresuradamente la escalera.
–¡Pobre niña! dije al verla
desparecer, y cerré la puerta de mi cuarto, limpiándome una lágrima rebelde que
se balanceaba temblorosa entre mis pestañas.
Aquella noche no pude dormir.
Los primeros rayos del sol, al penetrar
en mi estancia, me encontraron ya con el sombrero en la mano.
Salí de casa, y me encaminé, a
buen paso, a la Costanilla de los Desamparados.
La tempestad de la víspera había
desaparecido.
Un cielo puro y sin nubes se
extendía sobre mi cabeza. Conforme me iba aproximando a la casa de la Generosa, mi corazón se iba
entristeciendo; al llegar a ella, un confuso tropel, compuesto de niños de
ambos sexos, me impidió pasar adelante.
–¿Qué sucede? pregunté, esperando
oír la terrible nueva de la muerte de la madre de la Generosa.
–¡Ha muerto! me respondieron dos o
tres voces infantiles.
–¡Pobre madre! repuse, y empecé a
subir la empinada y vetusta escalera, que se hallaba, en su mayor parte, llena
de curiosos.
Al penetrar en el cuarto quinto,
un ¡ay! de dolor se escapó de mis labios.
Sobre una vieja mesa de pino yacía
el cuerpo de una mujer.
A su lado se hallaba el de una niña
que, a primera vista, parecía dormida.
Aquella niña era la Generosa.
He aquí lo que había sucedido.
La noche anterior, dejándose
llevar del gran afecto caritativo que dominaba su alma, había corrido con tal
precipitación en busca del médico que debía salvar a su madre, que tropezó en
una piedra mal colocada, cayó al suelo, y se hizo una herida en la cabeza, de
cuyas resultas había dejado de existir.
Me incliné ante aquella mártir, y
oré.
Después di las órdenes necesarias
para que su cuerpo y el de su madre fuesen sepultados religiosamente, y salí de
aquella casa en que el dolor había sentado sus reales.
Al día siguiente, cuatro niños
llevaban sobre sus hombros una pequeña caja forrada de blanco.
Encerraba el cadáver de la Generosa.
Yo fui el único que la acompañó al
cementerio; acaso mi plegaria se elevó sola hasta el trono del Altísimo.
Al salir del camposanto, se escapó
de mis labios la siguiente frase: Esta frase era la suya, era el símbolo de
aquel alma angelical que acababa de abandonar su cárcel:
–¡Pobre niña, me da lástima!
El Museo Universal, 9 de diciembre de
1866