El hombre ha creado la palabra
suerte para encubrir con ella el resultado de su ignorancia, de sus debilidades
y de sus pasiones. Excepto algunos accidentes fortuitos que están fuera del
alcance de la previsión humana, la mayor parte de las desgracias que nos
suceden, provienen de nuestra falta de tino.
Ejemplo de esta verdad, es un
pobre hombre que vive cerca de mi casa, y cuya historia, aun cuando nada tiene
que pueda haceros reír, me parece conveniente referiros. Ella prueba que el
mísero mortal, demasiado ciego para conocer lo mismo que le rodea, tiene sin
embargo la presunción de penetrar en lo que está fuera de su dominio, y que
cuando se tiene que escoger se decide generalmente por lo peor o por lo más
distante. Si así no fuese, y el hombre se limitara a mirar y comprender solo lo
que está en la esfera de su inteligencia, ¡cuántos disgustos no se evitarían
las familias, y cuántas catástrofes la sociedad!
Se llama mi vecino, don Pedro de
Zúñiga, y es hijo único de un escribano de cámara, enriquecido por medios que
no es esta la ocasión oportuna de enumerar. Hasta la edad de veinte años, mi
héroe vivió recogido en su casa como una momia, resguardado por el cariño
materno y vigilado de cerca por un padre tiránico, suspicaz y caviloso.
Abrumado su corazón con el peso de
los abrasadores deseos que hacían germinar en él las apasionadas lecturas a que
en secreto se entregaba, se corrompió en silencio, y se gastó al borde de todos
los placeres sin disfrutar de ninguno como una flor que se marchita por
demasiado cuidada, y que se inclina moribunda sobre su tallo sin haber recibido
las caricias del aura, ni los fecundos rayos del sol. Por desgracia, las almas
solitarias se pervierten con más facilidad aún que las que brillan en el mundo,
y la depravación es tanto más honda, cuanto que no se debe al conocimiento
exacto de la sociedad, sino a las exageraciones de los libros.
Pero ¿qué corazón por gastado que
se halle, no alimenta algún sentimiento generoso? ¿En qué desierto, por árido
que sea, no nace alguna vez una flor? Mi vecino, a pesar del extraño
escepticismo que habían desarrollado en él las novelas de la escuela francesa,
llegó a enamorarse perdidamente en los primeros años de su juventud, de una
pobre y hermosa huérfana, de quien fue correspondido. Zúñiga no supo o no quiso
explicarse este cariño, cuya pérdida lamenta ahora, y se empeñó en confundir el
violento amor que le arrastraba en pos de Margarita, con un pasajero capricho,
hasta con un sentimiento de vanidosa compasión: la infeliz me ama, (se decía),
y debo corresponderla, aunque solo sea por piedad.
En la época del romanticismo,
Zúñiga hubiera creído alimentar una pasión inextinguible; pero los tiempo
habían cambiado. Ya las jóvenes no pedían al vinagre el color de los grandes
tormentos morales, ni los hombres encerrados en su melenudo sentimentalismo, arrastraban
como míseros mártires de la sociedad, su triste existencia por el mundo. Había
pasado el tiempo de los incomprendidos, de las desventuras ocultas, de los
pesares roedores, de las lágrimas, de los suicidios con acqua toffana, de los amores contrariados, de las venganzas, de la
desesperación y el desencanto. Ya ser comprendido por la humanidad no era cosa
vulgar y prosaica, ni ser feliz, la mayor de las desdichas.
Había empezado a penetrar en el
corazón de la sociedad, el seco y analítico materialismo que hoy la corroe; la
frialdad había reemplazado al entusiasmo, la muerte a la vida.
Porque en aquella época que
blasonaba de escéptica, es cuando más despóticamente ha reinado en España la fe
que todo lo engrandece; entonces corrían los hombres al campo de batalla
encendidos en un ardor patriótico; entonces las causas se defendían; hoy se
venden…
Verdad es que el tiempo a que me
refiero, tenía sus manías ridículas y ¿cuál no las tiene? Que no había mujer
entonces que no tuviese un par de adoradores enterrados para consagrar un
suspiro a su memoria, en presencia de un nuevo galán; ni amante que no hubiese
sido engañado nueve veces para lamentarse de su desventura delante de quien le
engañaba la décima; ni corazón que no se sintiese lacerado, ni ojos sin
lágrimas, ni ser amado vivo, ni poesía sin admiraciones, ni puntos suspensivos…
Entonces se equivocaban los
hombres por carta de más, ahora se equivocan por carta de menos. Entonces todo
se achacaba al corazón, hoy se culpa de todo a la cabeza; entonces la sociedad
creía sentir solo, hoy cree que piensa solo también. Exageración por
exageración, prefiero la primera: una generación que quiere parecer vieja, está
muy cerca de serlo.
Zúñiga, herido por el ciego
positivismo de su tiempo, desconocía sus propios sentimientos, el amor que le
abrasaba el alma, y la voz querida que le brindaba con la felicidad. – Yo
quiero oro, decía, el amor es una mentira que puede explotarse; es un camino
como otro cualquiera para llegar a la riqueza. Margarita es pobre…
Y sin embargo, no pudiendo resistir
a la influencia que le dominaba, acudía diariamente a los pies de la pobre
huérfana.
Mas como nunca se participa de una
dicha completa, el padre de mi vecino que había formado sus planes para hacerle
feliz ¡fatal empeño de todos los padres! y que pretendía casarle con una rica
heredera, llegó a enterarse de las peligrosas relaciones de su hijo.
Comprendiendo lo mucho que podían contrariar sus propósitos, decidió romperlas
a toda cosa; pero sus esfuerzos fueron inútiles; ni las amonestaciones, ni las
amenazas, ni los mandatos, consiguieron apartar a don Pedro de Zúñiga del lado
de su amada; hasta que un día, fatigado su padre de tan terca obstinación le
despidió, más para amedrentarle, que para otra cosa, del hogar doméstico.
Mi vecino se alejó de su casa
murmurando: todo en el mundo es engaño, ¡hasta el amor paternal!
No tardó mucho, viéndose
abandonado a sus propias fuerzas, en sentir las amarguras de la miseria; pero
Zúñiga que era hombre de tesón, no consintió por eso en doblegarse a las
exigencias de su familia. Vivió como pudo, y pudo bastante mal, jurando en el
fondo de su alma no humillarse jamás a su padre, y
Antes morir que consentir tiranos.
Otro hombre en su lugar, acaso se
hubiera casado con Margarita, ya que por ella había sido despedido de los
paternos lares; pero mi vecino no achacaba su resistencia al amor, sino al
orgullo, y en todo pensó, menos en lo que le importaba para su ventura. Lejos
de esto, se propuso buscar por diferente lado otra proporción matrimonial tan buena como la que había desechado; pues
quería granjearse una posición independiente y desahogada para no transigir en
ningún tiempo con los caprichos de su familia. Con este objeto empezó a hacer
señas a la hija de un banquera, célebre en la corte por sus ruidosas prodigalidades.
La muchacha que era jorobada, y tan fea como apacible, no desperdició la
ocasión que se la presentaba, pues Zúñiga es lo que se llama todo un buen mozo,
admitió gustosamente sus interesados agasajos. ¡Ay! ¡hubo más! Como la pobre
doncella no estaba acostumbrada a estas bromas, hizo de su primer amante una
víctima, sacrificándole a fuerza de apasionadas atenciones y abrumadoras
caricias. ¡Cuánto padeció el infeliz!
Un día el cajero de la casa, que
sin saber por qué le había cobrado afición, y comprendía los mezquinos
pensamientos que le atormentaban, le llamó aparte para manifestarle que no era oro todo lo que relucía y que su
jefe se encontraba en una situación mercantil bastante crítica. Como las novelas
escépticas habían enseñado al ambicioso joven a no confiar en la buena fe de
nadie, sospechó que el cajero debía tener algún motivo oculto para hablarle
así, y que pretendía engañarle. ¿No podía también aspirar a la mano de la
jorobada y haber apelado a una estratagema para alejarle del campo, como a un
rival peligroso? Mi vecino celebró entre sí su propia penetración; se rió del pobre
hombre que había tan cándidamente querido sorprender su credulidad y se juzgó
con toda su alma un fisiólogo profundo para quien el corazón había dejado de
tener secretos.
–¿Con qué tan apurado se
encuentra? preguntó al cajero con aire de sorna.
–Y tanto, respondió este
ingenuamente: hoy por hoy vive de trampas…
–Basta, caballero, exclamó Zúñiga
con un tono digno, grave y adecuado en todo a las circunstancias. Ni le he pedido
a usted explicaciones ni las aprecio. La oficiosidad de usted me incomoda.
El pobre cajero se quedó inmóvil y
mudo como una estatua.
Por fin, los recursos de mi vecino
se agotaron y tuvo que pensar en su porvenir. Él era osado, así es que con la
mayor desvergüenza se presentó en casa del banquero, manifestándole sin rodeos
ni ambages que amaba a su hija, que era correspondido y que deseaban casarse,
para mayor honra y gloria de Dios. El banquero, que, aunque bolsista, abrigaba
un corazón cariñoso, dudó del amor de Zúñiga hacia la pobre jorobada. Imaginaba,
y con razón, que el interés era la única pasión que movía al joven, y para
desengañarle le confesó ingenuamente el mal estado a que habían llegado sus
negocios. El buen padre no quería labrar a sabiendas la desdicha de su hija.
Dios ciega a los que quiere
perder. Mi vecino creyó también esta vez que le ngañaban. Un hombre que ha
leído a Sue y a Dumas no se deja sorprender tan fácilmente – y dijo para sí:
–¡Ah tunante! ¡a otro perro con
ese hueso! Has conocido que tu torcido vástago es demasiado feo para inspirar
pasión alguna, y quieres penetrar mi intento valiéndote de un recurso de novela…
¡Estos hombres de cálculo no tienen ninguno…
Después de haber hecho en un momento
estas reflexiones, murmuró con trémulo y entrecortado acento:
–¡Ay, don Juan, qué mal me juzga
usted! Yo no busco en esta ocasión oro; busco el tesoro de abnegación y virtud
que guarda en su casa!...
El banquero reflexionó. Conocía a
la familia de Zúñiga y sabía que era rica; así es que creyó un partido
ventajoso para su hija la propuesta unión. Se disiparon sus escrúpulos, y
exclamó con voz conmovida, estrechando al joven entre sus brazos.
–Le creo a usted amigo mío, y
confío a usted ese ángel para que le haga feliz…
–Jamás hubiera creído que llegase
a ceder tan pronto, dijo para sus adentros mi vecino. Pero por lo visto, Dios
protege a los pobres…
Aquella misma noche se despidió
para siempre, con lágrimas en los ojos y el corazón traspasado de pena, de la
enamorada Margarita. ¡Aún no había querido comprender el afecto que le
dominaba!
A los seis días se efectuó su
matrimonio.
Al mes pudo apreciar toda la
malhadada franqueza de su suegro, que se declaró en quiebra.
Al medio año supo que Margarita
había heredado treinta mil duros de renta de un tío suyo, que solo en la hora
de su muerte ¡oh colmo de la felicidad! se acordó de que tenía una sobrina en
el mundo.
Antes del año, tuvo en fin, que
implorar el perdón de la familia para no morir de hambre, y se vio reducido al
extremo de tener que aceptar una plaza de escribiente, que su padre con el solo
objeto de humillarle, le proporcionó en su misma escribanía.
Entonces se apoderó de mi vecino
una rabia ciega, profunda, implacable, cuyos efectos hacía recaer diariamente
sobre su desventurada esposa. Esta sufrió por algún tiempo resignada el mal
trato de su marido; pero fue tan repetido e inhumano, que al cabo la hizo perder
la paciencia, y de una santa que era llegó a convertirse en una furia del
infierno, tan enredadora como chismosa, tan chismosa como insolente. Así es que
cuando los dolores de mi vecino parecían próximos a calmarse, su mujer, a quien
ha hecho completamente variar de genio, se ha encargado de crearle nuevos
tormentos; de martirizarle con sus gritos, con sus quejas y con su figura.
Hoy mi vecino no disfruta una hora
de santa paz y concordia.
¿Quién no conoce en el mundo
algunos seres parecidos a don Pedro de Zúñiga? ¿Quién también puede decir que
alguna vez no ha dejado escapar la ventura de entre las manos? Cuando, merced a
nuestra torpeza nos sucede algún percance, damos detrás de la suerte o del sino
o de la Providencia para achacarles nuestros errores, y bien examinado, puede
decirse que, la mayor parte de las veces, ni el mendigo, ni el mal casado, ni
el mercader que se arruina, ni la mujer que se pierde, ni el joven que se
desilusiona, ni el corazón que sufre, tienen derecho para quejarse de su
desventura. El hombre para no tener constantemente que estar riñendo consigo
mismo, ha inventado la fatalidad.
El Museo Universal, 15 de junio de 1857