¡Pobre poeta! Luchaba en vano por
descansar un instante después de una noche entera de fiebre… Se echó de la cama
precipitadamente; fue a sentarse delante de su mesa, llena por todos lados de
cuartillas blancas y vírgenes, y apoyó la cabeza entre sus manos temblorosas,
apretando ferozmente sus sienes, como queriendo ahogar de una vez los gritos y
las quejas de la multitud de ideas que anidaban en su cerebro… ¡Era horrible!
Reclamaban todos su derecho a la vida, pretendían unas y otras ser engalanadas
con espléndidos ropajes… Bastante tiempo habían vivido ya encerradas en aquel
templo reducido, aunque hermoso, constituían la felicidad de su poseedor, eran
su único orgullo, su sola ambición; era justo, pues, que se las hiciese honor
dándoles forma… Lucharían obstinadamente hasta conseguir su justo triunfo…
luchaban, sí, hasta volverle loco…
Pero el poeta se sentía aquella
alegre mañana con menos fuerzas que nunca… Sólo ansiaba enloquecer de dicha contemplando
durante mucho tiempo aquella naturaleza que derrochaba vida a manos llenas…
¡Qué hermoso estaba el campo! El
sol lucía como nunca su grandeza, enviando a la Tierra en sus rayos raudales benéficos
de luz espléndida y vivificante calor… ¡Luces y colores! La llanura inmensa,
cubierta de espigas, semejaba un vasto mar de oro; las amapolas salpicaban de
sangre las mieses; las florecillas moradas, verdes y azules componían un
radiante mosaico de amatistas, rubíes y zafiros… ¡Qué delicia!
El poeta, echado en el suelo
perezosamente, contemplaba extasiado el imponente y delicioso espectáculo.
Sentía imperiosa necesidad de
beber aquel aire purísimo con la boca y con los ojos; hubiera deseado que
aquellos aromas rústicos y deliciosos y aquel sol magnífico se introdujesen en
su interior para abrasar sus entrañas… Y con instintos de bestia se tendió
sobre la verde alfombra… Cerró al fin los ojos y comenzó a soñar despierto…
Ilustración original de Marin. |
Y rompiendo aquel mutismo
majestuoso, exclamó: «¡Maltrátame,
mujer! Que tus manecitas delicadas opriman ferozmente mi cuello hasta que tema
morir; que tus piececitos pisoteen mi corazón hasta que te exija piedad… ¡Soy tuyo!
No hay mayor dicha en estos instantes para mí que gozar sufriendo. Y cuando el
dolor me haya robado todas las fuerzas, entonces reclamaré tus caricias de consuelo
y sonreiré de dicha al apurar los goces inmensos que me ha de ofrecer tu
juventud y tu belleza… ¡Ven, ven a mí, mujer!»
El paisaje ostentaba galas más espléndidas…
La naturaleza sonreía de gozo… Iniciábase el crepúsculo y aún continuaban aquellos dos pechos palpitando al unísono y
aún aquellos labios sedientos de calor se acariciaban con ansia infinita…
DIEGO DE FUENTES.
Publicado en La Vida Literaria. Madrid 11 de marzo de 1889.