sábado, 7 de febrero de 2015

VENCEDOR (Ramón Barco)

Aun en medio de aquel horrible tráfago de la vida periodística  y literaria, le quedaba tiempo para dedicar a un culto que él guardaba en lo más hondo del corazón: el culto a su ciudad, a aquella ciudad vieja donde había nacido, donde había pasado su niñez y su primera juventud hasta los 18 años, donde había amado y ante el altar había prometido amar toda la vida a la que era su esposa, donde estaban, en fin, enterrados sus padres y enterrado el único fruto de su amor.
Había soñado como tanto otros, con la gloria, con el renombre, con los triunfos, y, en verdad, que se había mostrado mucho menos esquivo de lo que él mismo podía imaginarse. Escribió para el teatro y fue aplaudido a las primeras de cambio llegando todos a considerarle como autor. Publicó libros, libros de versos, novelitas, colecciones de artículos y por todas partes halló elogios y los críticos lo ensalzaron, alabando sobre todo su buen gusto, su discreción, su savoir faire, hasta el punto de llegar a adquirir la nota de «literato indiscutible». Se propuso más tarde, obligado en un principio por exigencias periodísticas, tratar en sendos artículos enmarañadas cuestiones económicas, y logró pronto pasar por escritor financiero y aún hacerse temer de los ministros del ramo y de las grandes entidades bancarias y bursátiles, preparando así un porvenir en la política que, a muy poco que hubiera puesto él de su parte, podría haber llegado a ser brillantísimo.
Los dos que lo conocían admiraban y aún envidiaban sus cualidades de carácter, siempre sonriente, pacienzudo y calmoso siempre, escuchaba a todos y todos oían de sus labios la palabra precisa, el consejo sano, la solución justa, la explicación exacta.
Tenía ángel; nadie le odiaba, todos le querían.
Sentado a la mesa de trabajo, era admirable adivinar, bajo aquella frente espaciosa, la labor de su poderoso cerebro. Las ideas tomaban forma en letras diminutas, en compactos renglones, sin una tachadura apenas, trazados con la seguridad del obrero que realiza su obra.
Frisaba los 40 años; es decir, se hallaba en la plenitud de la soberanía de sus fuerzas. Verdad es que la ruda labor diaria, labor de 20 años, y, más aún que la labor, las penalidades, las escaseces, el choque contra las asperezas de la más ínfima realidad, le habían dado un aspecto, no sólo de seriedad extremada, que en él parecía ingénita, sino de prematura madurez. No era, sin embargo, un agotado, como se dice ahora. El que lo hubiese creído se habría equivocado de medio a medio, porque nunca, en mejores condiciones de producir. Y esto lo demostraba; lo demostraba, sí, diariamente en la fatigosa labor del periódico, en el juicioso y atinado diálogo, en apuntes, y notas, y bocetos de libros y obras escénicas.
Mas de repente, aunque sin duda tras larga elaboración, cuyos “trámites” y detalles permanecerán siempre ignorados, abandonó la gran ciudad.
Solo se supo, y eso porque la dio a entender en diferentes ocasiones, que la vida pública, es decir, la literatura y la política, le hastiaban; que la pequeñez de la lucha le aburría; que el renombre y la gloria misma, eran par él vanas palabras y que en cambio, ¡ah!, en cambio, resurgía en él vigorosa, potente, la vida; la grande, la hermosa vida, la que lo es todo, todo… menos las pasioncillas bajas y las necedades de los hombres.
Y entonces fue cuando, en un arranque supremo, sin volver la vista, se instaló en su vieja ciudad, para no salir de ella nunca:
En principio dijeron las gentes, viendo la vida burguesa aunque modesta que llevaba:
–¡Otro que se hizo rico! Ha venido a comerse aquí sus ahorros.
Después supieron que trabajaba, aunque siempre bajo el anónimo, para ganarse el pan de cada día.
–¡Es un vencido!, – murmuraron otros.
Cuando en realidad no era sino un vencedor.
Vencedor de sí mismo.

RAMÓN BARCO
(Diario de Pontevedra, 16 de diciembre de 1897)