La gente se arremolinaba en la
playa comentando el suceso.
¡También era desgraciado! Cuando
el viento empezó a bramar y el cielo se tornó de color plomizo, anunciando que
el huracán estaba próximo, todas las barcas pudieron hallar abrigo en la ensenada,
menos la de Roque.
–Se alejó más que sus compañeros–
decían los viejos, – y sin duda le habrá sorprendido la borrasca en alta mar.
¡Pobre Roque! Su pérdida era
segura. Era aquella costa un terrible hacinamiento de escollos, que apenas si
dejaban paso libre a las barcas para la entrada y salida del pequeño puerto. ¡Y
en qué día iba a perder el infeliz la vida! La víspera de su boda con Soledad,
la moza más gallarda de toda la ribera de Juncales!
Y si la niña era bocado fino, no
se llevaba a un pelagatos, que también Roque por su traza arrogante y su hombría
de bien, era el orgullo de la gente marinera y el deseado de todas las
muchachas del contorno.
–¡Qué pareja, qué pareja!–decían
las comadres, al ver juntos a los novios paseando por las calles del pueblo.
Así estaban de afligidas
aquellas buenas gentes con la catástrofe que daban por segura. Eran varios todos
los consuelos que en su lenguaje tosco y sentido trataban de prestar a la pobre
novia. Cuando ella sintió los rugidos del viento que repercutían en los huecos
del acantilado, corrió desolada a la playa y subió a lo alto de una roca, desde
donde se descubría toda la extensión del agitado mar. Y allí estaba rodeada de
casi todas las mujeres llorando y entregada a la desesperación.
Detrás de la joven, silencioso y
contraído el rudo rostro por una expresión de amargo duelo, había un hombre de
atléticas formas. Era Pascual, el gigante,
como le decían en Juncales; el antiguo novio de Soledad, el que la seguía a
todas partes sin despegar los labios y devorándola con los ojos.
Cuando ella un día, cansada de
sus modales bruscos y de sus celos impertinentes lo dejó por Roque, el
desairado galán no tuvo para Soledad ni una palabra de reproche. Devoró la
ofensa haciéndose aún más sombría y dura la expresión de su curtido rostro,
pero nada más. Él seguía adorándola; por eso estaba allí; porque conocía el
motivo de su dolor, y si su dignidad se lo hubiera permitido, hubiera sido el
primero en consolarla.
–¡Voto a un rebenque!– decía a
los que estaban cerca. –¿Por qué afligirse de ese modo? ¿Acaso Roque no ha peleado
nunca con esa maldita resaca, que ya es nuestra amiga?
Ya vendrá, ya vendrá – decía en
voz alta, quizás para que sus palabras llegasen a los oídos de la llorosa
joven.
Y en efecto, como evocada al
conjuro de su palabra, allá en la cresta de una ola, que parecía tocar al
cielo, apareció una mancha negra, que el mar sacudía furiosamente.
–¡La barca, la barca!– se oyó
gritar con expresión de júbilo en toda la playa.
Sí, era la barca; ¡pero en qué
estado! Un solo hombre había en ella, subido en lo alto del palo y agitando un
lienzo, como pidiendo auxilio. La pobre nave con la proa deshecha y casi
anegada, flotaba sin gobierno, a merced del huracán.
–¡Hay que salvarla!– decían las
mujeres gritando como locas. – Se va a estrellar. ¡Pronto! ¡Un bote!
Nadie se movió; aquellos
marineros, curtidos en las luchas con el traidor elemento, sabían que intentar
la empresa era correr a la muerte. En vano suplicaba Soledad a unos y a otros
que salvaran al elegido de su corazón. Todos bajaban la vista avergonzados, y
esquivaban la presencia de la sinventura.
Cuando ya parecía perdida toda
esperanza, un hombre se llegó al sitio en que Soledad yacía desplomada. Era
Pascual, que con voz ronca la dijo:
–No llores; yo voy a salvarlo.
Si el mar me traga, reza por mí y moriré contento.
Y sin una palabra más. Se despojó
de la pesada chaqueta que vestía, y saltando sobre las primeras rocas de aquel terrible
cinturón de piedra se arrojó al mar.
Un silencio de muerte se extendió
por la playa; se diría que la plegaria ferviente de todos los corazones sellaba
los labios. La ansiedad era inmensa.
De vez en cuando las olas
permitían ver a Pascual luchando bravamente por acercarse a la destrozada barquilla.
Todos le vieron llegar: media hora después un clamor de alegría llenó los
aires, cuando se vio al gigante que nadando con un brazo arrastraba con el otro
el inanimado cuerpo de Roque.
Luego, cuando ya sus pies
tocaron el fondo de la ansiada costa, irguió su elevada estatura, y tomando en
sus brazos al náufrago, con un supremo y último esfuerzo saltó a la playa.
–Suelta, suelta – dijo a un
marinero que quería aliviarlo del peso de su carga.
–Es que traes sangre en la cara.
En efecto; un golpe contra una
roca había causado a Pascual una espantosa herida en la frente.
El gigante no hizo la menor
demostración de disgusto. Vio adelantarse a Soledad, y satisfecho y sonriente,
dejando sobre la playa a Roque, que ya daba señales de vida, empujando suavemente
a la muchacha hacia el cuerpo de su novio, murmuró con triste sonrisa:
–¡Ahí lo tienes mujer! ¡Ahí lo
tienes!
Y luego, limpiándose con la
velluda mano la sangre que le cegaba, añadió con emoción:
–Mañana, cuando le des el primer
boso, ya no te acordarás del que le salvó la vida…
J. NAVARRO
(Diario de Pontevedra,
31 de agosto de 1897)