Los chinos conocen la hora en las pupilas de los gatos.
Cierto día un misionero, paseándose por los alrededores de Nankin, se
apercibió de que había olvidado su reloj, y le preguntó a un muchacho que hora era.
El granujilla del Celeste Imperio dudó algunos momentos; luego, reponiéndose,
contestó: – «Voy a decírselo» – Poco después reapareció trayendo entre sus
brazos un hermoso gato, y así que le hubo examinado, como vulgarmente se dice,
el blanco de los ojos, exclamó sin vacilar: «Falta muy poco para las doce»… Lo
cual era cierto.
En cuanto a mí, si me acerco a la hermosa Felina, honra de su sexo,
orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu, sea de noche o de día, en plena
luz o en la sombra opaca, siempre veo en el fondo de sus ojos adorables la
misma hora; una hora grande, solemne, inmensa como el espacio, sin divisiones
de minutos ni de segundos…; una hora inmóvil, que ningún reloj puede marcar, y
ligera, no obstante como un suspiro, y rápida como un pestañeo…
Y si algún importuno viniese a molestarme mientras mis miradas se recrean
en ese delicioso cuadrante, si algún genio intolerante y maligno, o cualquier demonio enemigo del
tiempo me dijese: –«¿Qué escudriñas ahí con tanto cuidado? ¿Qué buscas en los
ojos de ese ser? ¿Ves, acaso, la hora, mortal pródigo y embustero?»… Yo
respondería sin vacilar: –«¡Sí, veo la hora: es la Eternidad!»…
CHARLES BAUDELAIRE.
Vida galante. nº 2. Barcelona, 11 de
noviembre de 1898