Mi amigo Luís adoraba a María,
espiritual muchacha, de rostro delicado, facciones correctas, pálida tez y
ojazos azules, por los que se asomaba un alma hermosísima, capaz de todo lo
bueno e inasequible a cuanto tuviese un tinte de maldad.
El pobre muchacho, huérfano desde
la edad más tierna, sin haber saboreado los besos de su madre, sin conocer su
santo amor, tan grande como desinteresado, cifró en aquella mujer todo el
cariño de un corazón falto de atenciones, necesitado de ternuras y sediento de
confidencias íntimas.
¡Es tan triste sufrir solo!
Las alegrías sin testigos son más
grades, las penas menores!
***
Sobre el negro paño extendido en
el coquetón gabinetito, y encerrado en blanco ataúd cuajado de flores, yacía el
cadáver de la pobre María, cerrados los ojos, las manos cruzadas sobre el pecho
y encogida las rubias trenzas.
Luís, arrollado junto el cadáver
de su amada, dando rienda suelta a su inmenso dolor, llegó a maldecir a un Dios
que le arrebataba el único cariño que había encontrado sobre la tierra para
servir de bálsamo bienhechor a las heridas de su alma.
Veía con infinita tristeza como
la muerte cerró para siempre aquellos ojos vidriosos que le contaron tantas
veces sus amores, inmóvil el pecho que envió al suyo tristes suspiros de un
cariño puro como los ángeles, cruzadas y amarillas las manos que apretaron las
suyas… y se revelaba contra el que había tronchado la florecilla de su
felicidad.
Creía imposible que la que pocas
horas antes estaba llena de vida y felicidad fuese la misma a quien alumbraban
los cirios enviándole sus tristes y llorosas lucecitas y las flores sus aromas
dulcísimos.
Y con la cabeza trastornada por
las tristes ideas que se atropellaban en su cerebro y el olor de la cera que
alumbraba con sus tonos pálidos aquella terrible escena, cayó en una especie de
sueño letárgico… ¡y qué ideas más horribles cruzaron su pensamiento!
Sí, María, la inocente joven que
le jurase eterno cariño, perjuró a sus promesas de siempre, y olvidando las
ternuras de su amante, había entregado su corazón a otro hombre.
Y él los vio con la sangre helada
de espanto prometerse fidelidad mutua al pie de los altares, y al sacerdote
bendecir en nombre de Dios aquella unión eterna.
Y con el alma atenazada por el
desengaño, rebosando amarguras su corazón, hinchados los ojos por el llanto y
ocupado el cerebro por los más negros pensamientos, despertó Luis de su
horrible pesadilla.
Abrió pesadamente los ojos y
recordando su sueño, contempló con satánica alegría que la que le jurara eterno
cariño no habría de ser perjura nunca… ¡Yacía su cadáver encerrado en blanco ataúd
cuajada de flores, cerrados los ojos, ¡las manos cruzadas sobre el pecho y
recogidas las rubias trenzas!...
J.
ZALDOS DE AZO
(Diario
de Pontevedra, 23 de octubre de 1897)