Como la sombra principiaba a extenderse dulcemente sobre los
árboles, la joven resolvió permanecer todavía un poco en aquel hermoso jardín público,
tan encantador a esa hora en que los rumores de la calle, los gritos de los
niños, la charla de las criadas y niñeras principian a apagarse.
Se sentó, pues, en una silla, bajo un castaño, y se
entretuvo en mirar aquella multitud de troncos y de estatuas que se extendía a
su alrededor y los dulces reflejos del sol que lentamente descendía anegado de
un baño de púrpura.
A medida que iba pensando en la triste habitación a la que
tenía que regresar, una gran tristeza comenzó a invadir su ser y soñó en raras
aventuras que hubieran podido distraerla, en fiestas, en dejarse ver para que
los hombres contemplasen sus ojos, que no ignoraba eran muy bellos.
Con frecuencia pasaban por su lado algunas personas perdidas
por el crepúsculo, hombres que apretaban el paso en busca del humeante plato
que les esperaba; pálidas obreras que se encaminaban a alguna cita; traviesos chiquillos
que iban saltando y que silbaban.
Un hombre pasó varias veces, y la miró con insistencia. A la
primera ojeada, ella lo examinó, «encontrándolo bien» con su sombrero flamante,
sus botinas charoladas y enguantado.
Esto es lo principal, porque lo demás es secundario.
Aquel hombre pasó, volvió atrás, la examinó de nuevo, y por último,
tomando una silla, se sentó muy cerca.
La joven sintió latir
violentamente su corazón, y adivinando algo de grave, algo que de daba a
entender que su vida entera dependía de aquel hombre, pensó en su primera
comunión, en su madre…, y esperó las primeras palabras del desconocido.
–Señora – dijo él, – nada más dulce que la sombra en que se
anegan los árboles. Todos los rumores mueren, y esta melancolía que nos rodea resulta
deliciosa.
Ella tuvo un instante de vacilación.
–Caballero – le dijo –, no tengo el honor de conoceros.
–¡Dios mío, señora! – replicó él, – ni yo tampoco sé quien
sois, y os aseguro que esta ignorancia en que nos hallamos el uno respecto del
otro es preferible para ambos. De este modo, tendremos una soirée doblemente poética, pura, sin ningún detalle banal. Aunque
vos os llaméis madame Durand y yo Dionisio, por ejemplo, y nos dijéramos
nuestros nombres y todos los menudos detalles de nuestra existencia, la hora a
que nos levantamos, los platos que preferimos, el empleo de nuestro tiempo,
etc., etc,. ¿qué adelantamos con eso?
–Es cierto – contestó la joven – Las conversaciones son por lo
general estúpidas; se habla una porción de vulgaridades.
El desconocido aproximó su silla a la de su vecina, y con
voz dulce prosiguió:
–He aquí la luna que se enciende en el fondo de los cielos,
y nosotros, solos en este gran jardín, vamos
a poder hablar tranquilamente durante algunos minutos. Después volveremos a nuestros
asuntos de familia, a las banales ocupaciones, a las pesadas comidas, a las
interminables partidas de cartas; comenzaremos, en fin, nuestra vida de todos
los días… Pero durante algún tiempo, guardaremos el recuerdo de esta velada que
perfumará nuestra vida.
Se acercó todavía más a su vecina, apoyando uno de sus
brazos en el respaldo de la silla que aquella ocupaba.
La joven experimentó un estremecimiento. –Caballero – dijo –
yo no debía contestaros, pero me habláis tan dulcemente, que el temor de
parecer grosera me obliga a permanecer sentada en lugar de huir. Sin embargo, a
mi familia debe inquietarle mi ausencia. Yo misma dudo; no sé si hago bien en
permanecer en esta sombra.
–No temáis nada, señora – contestó el desconocido. – No
pretendo despoetizar este precioso instante con una caricia robada ni un
atrevimiento que os agraviase. Os aseguro que podéis estar tranquila; y, por
otra parte, he aquí la luna que ahora nos principia a iluminar de lleno. No se
puede pedir más.
Ambos aparecían entonces bañados por una claridad azulada;
manchas de luz que arrojaban sobre ellos los rayos de la luna, al filtrarse por
entre las hojas de los árboles.
Hablaban, como abstraídos, vaguedades de noches puras y tranquilas
pasadas en el campo, de las sencillas creencias de los aldeanos; de las crueles
necesidades de la vida. Hablaban sin razonar, pasando de un asunto a otro, por
el solo deseo de oír sus respectivas voces.
–Señora – dijo aquél – comienza a hacerse un poco tarde, y
no quisiera molestaros ni ser causa de que surgiera un disgusto en vuestro hogar.
Vamos a separarnos, pero antes os voy a pedir un favor.
No tengo derecho para pedir. Quisiera únicamente que os quitaseis
el guante para contemplar durante algunos segundos vuestra mano.
Ella, sonriendo, le entregó su mano gozando con la
conversación de aquel hombre tranquilo, inteligente y nada apasionado ni
peligroso. La joven hubiera deseado que aquella velada no tuviera fin.
El desconocido le quitó el guante con cuidado, y a la
claridad pura de la luna apareció una mano transparente.
–¡Oh! – exclamó él. – Tenéis una epidermis maravillosa,
señora, y vuestra uñas finas y sonrosadas son joyas delicadísimas.
Y luego, apretándole más fuerte la mano, prosiguió:
–¡Ah, coqueta! Os gustan las sortijas, y lleváis los dedos
cargados de ellas.
–Son mi pasión –contestó la joven. – No llevo nunca más
alhajas que esas; pero en ellas gasto mis economías y las de mi esposo.
–Yo no comprendo ese lujo – contestó él; – las sortijas molestan en los dedos y forman
las puras líneas de la mano.
Permitidme sacarlas un momento para que vea vuestra mano en
toda su pureza. Después me marcharé; os lo prometo.
Lentamente, con infinitas precauciones, fue sacando los
anillos uno a uno, los hizo brillar un instante a los rayos de la luna, y
después muy correcto dijo:
–Señora, tengo el honor de saludaros.
Y se marchó, llevándose las sortijas.
GEORGES DIDIER
(Diario de Pontevedra, 26 de
abril de 1897)